domingo, enero 23, 2005

LA PELÍCULA QUE NUNCA EXISTIÓ


El enemigo público nº1.


"Hay películas que son experiencias vitales.
Por ejemplo
Easy Rider o La Última Película,
que arruinó mi carrera pero ganó en el Festival de Venecia
".
(Dennis Hopper)


HOLLYWOOD



Que en 1992 un latino de segunda generación completamente desconocido como Robert Rodríguez lograra levantar una película como El Mariachi con 7.000 ridículos dólares y la catapultara al éxito planetario fue uno de los misteriosos fenómenos que colocaron contra las cuerdas al sobredimensionado sistema de producción de Hollywood.
ero lo verdaderamente desafiante es financiar un ambicioso proyecto millonario y que la cinta acabe pudriéndose en un archivo sin que haya llegado a verla NADIE. Eso sí que es dinamitar al sistema. Y justamente eso es lo que provocó Dennis Hopper en 1971, cuando asumió las responsabilidades de coguionista, productor, actor y director de La Última Película (The Last Movie): pulsar el botón de autodestrucción.

Hasta un par de años antes había sido considerado por toda la industria cinematográfica como el chico de oro, la gran esperanza blanca, el portavoz de la nueva generación. Todo a la vez. Pero esa fue su última broma pesada. A partir de ese instante fue sentenciado y se convirtió en un proscrito que emprendió, por imposición, el largo y tortuoso declive hacia el malditismo.

La delirante odisea que representó la realización de La Última Película (no confundir con La Última Sesión, la agridulce elegía concebida por Peter Bogdanovich aquel mismo año) no alcanza su exacta dimensión sin tener en cuenta el impacto previo de Buscando Mi Destino (Easy Rider, 1969). Una no tendría sentido sin la existencia de la otra, sencillamente porque el resonante triunfo de la primera permitió el no menos clamoroso fracaso de la segunda.

Si no fuera así, ¿cómo puede explicarse que un estudio como Universal Pictures financiara a un freak con la reputación de Hopper con casi un millón de dólares y además le concediera control creativo total para rodar en el confín del mundo?. Pues, sencillamente porque aquel tipo acababa de hacer ganar a su anterior compañía 40 millones de dólares con el inusitado triunfo de su film debut. Así de simple.

Easy Rider y La Última Película -título profético donde los haya- conforman un díptico indisociable, el anverso y el reverso de una misma realidad. Distintas en concepción y resultados, pero al menos idénticas en un aspecto: ambas son obras personales, ideadas por quienes representaban a una pujante promoción de nuevos cineastas con una visión propia en medio de un Hollywood esclerotizado y desconectado de su público. Aislado del mundo real.

La Última Película fue uno de los últimos títulos en forjarse de un modo que ya nunca volveremos a conocer. De ahí que su valor testimonial supere con mucho sus estrictos valores fílmicos.

Tras el éxito arrollador de Easy Rider el nombre de Dennis Hopper (Dodge City, Kansas, 1936) era como un talismán. Los ojos de los ejecutivos se dilataban como los del Tío Gilito, con el símbolo del dólar bailando en sus pupilas. Aunque había algo que les intimidaba: el presunto potencial creativo de aquel hippie desastrado sólo rivalizaba con su conflictiva personalidad en la distancia corta. Como pronosticó un productor: “intuía que, después del éxito de Easy Rider, el ego de Dennis estaría tan inflado que sería totalmente incontrolable, y no me equivocaba”.

Pese a todo, aquellos días debieron transcurrir como una plácida ilusión. Hopper y su compinche Peter Fonda habían hecho la película que les había dado la gana, con absoluta libertad artística, la habían vendido a una major y se habían vuelto ricos de la noche a la mañana sin haber renunciado a sus principios. Fantástico.

Pero seria un sueño de incómodo despertar. Hopper ya tenía en mente una nueva historia y estaba dispuesto a repetir la apuesta, pero pronto se descubriría que Easy Rider fue un espejismo, una experiencia única y aislada.
No obstante, mientras los fuegos de artificio seguían iluminando el cielo de Hollywood, los desconcertados directivos pugnaban por los favores de aquel melenudo de la chaqueta de flecos y perpetuo sombrero vaquero que encarnaba todo lo que ellos no comprendían pero ansiaban domesticar.
Estamos a finales de los psicodélicos '60. Ahí fuera, en las calles, ha estallado la revolución y con ella se han establecido nuevas reglas. Hay todo un público virgen que captar y Hopper se revelaba como el anzuelo perfecto para atraer a las salas a una generación inconformista. Y él era plenamente consciente de ello: "Si meto la pata ahora, dirán que Easy Rider fue una casualidad".

Esta es la historia del auge y caída de Billy el Niño, el Hombre del Millón de Dólares...


MÉXICO



Pese a haber distribuido Easy Rider, no fue Columbia Pictures quien financió el segundo proyecto de nuestro hombre, sino Universal Pictures, ansiosos por remontar un período alicaído con “películas sobre gente real en situaciones reales” que sintonizaran mejor con la audiencia.
Precedido por su aura de informalidad, Hopper fue a verles para exponerles su proyecto y logró vencer las reticencias de los más conservadores. Aunque, ¿quién se habría negado? Era el Hombre del Momento. “El mundo entero está esperando la próxima película de Hopper; ¿Quiénes somos nosotros para rechazarla?”.

Hopper -que por aquellos días había creado su propia productora, Alta-Light Productions, junto con su socio Paul Lewis- se lo vendió así a los ejecutivos: "Quería poner en un film todo lo que soy capaz de hacer en el cine: un western, un drama, una comedia, una película erótica, un documental, una historia étnica". ¿Quién podría resistirse ante semejante combinación? Su público potencial parecía prometedor.

En realidad la génesis de lo que acabaría siendo La Última Película rondaba por su cabeza ya desde mucho antes de que Easy Rider fuera una realidad. Hagamos un poco de historia...

En 1965 Hopper se encontraba en Durango (México), en pleno rodaje de Los Cuatro Hijos de Katie Elder a las órdenes de Henry Hathaway, un director con el que trabajaría en tres westerns y con el que mantenía una peculiar relación de amor/odio.

Hopper ha confesado que en aquellas deprimidas tierras sureñas quedó fuertemente impresionado por el choque cultural entre el equipo norteamericano y los habitantes de la diminuta localidad que prestaron sus viviendas y además participaron como extras y figurantes. Allí ocurrió algo realmente curioso que le conmocionó vivamente: aquellas humildes gentes desconocían lo que era el cine y menos aún un rodaje, de modo que tomaron por reales las muertes de ficción que Hathaway filmaba con la cámara. "Construyeron el decorado de un pueblo del Oeste encima de unas casas habitadas. Había una iglesia católica. Entonces construyeron una protestante, una pequeña iglesia blanca. Plantaron todos los decorados y la gente vivía ahí, aún montaban a caballo y llevaban pistolas. Pensé: “¡Dios Mío, esto es muy raro!, ¿qué será de esta gente cuando nos vayamos?, ¿qué pasaría si empezasen a comportarse tan agresivamente como en esta violenta película del Oeste llena de tiros?”. Los nativos tenían armas y caballos y empezaron a interpretar sus papeles. Incluso construyeron una cámara con palos".

Y aquel fue el embrión de su historia. Años después refundiría esa experiencia real con la ayuda de un viejo amigo, Stewart Hilliard Stern, el guionista de Rebelde Sin Causa, la película con la que había debutado como actor y en la que conoció a su idolatrado James Dean. La colaboración dio como resultado un texto con un toque experimental, puesto que se inspiraba en el cuento de Borges El Evangelio Según Marcos, en el que un joven y apasionado católico predica la pasión de Cristo a los campesinos de la Pampa y muere crucificado...

Ahora avancemos en el tiempo hasta 1970. La idea inicial de Hopper era, justamente, la de rodar de nuevo en localizaciones naturales de Durango, aprovechando los mismos decorados que Hathaway había levantado y que recreaban un pueblo fronterizo hacia el 1880. Pero resultó imposible. Castigado durante casi cinco años por el inclemente viento del desierto mexicano, el poblado de cartón piedra apenas se tenía en pie.

Hopper no lo intuía aún, pero aquella fue la primera adversidad de una larga relación de calamidades, a las que se añadió un escollo con el gobierno mexicano: "Tuve problemas con la censura. En todas partes me decían: “El censor tiene que estar durante el rodaje, no se pueden filmar niños pobres, niños sin zapatos”. Yo respondía: “No he hecho Easy Rider con toda libertad para luego venir aquí y que no me dejen hacer la película a mi manera”“.

Entonces Hopper tuvo una idea lunática: si no podía hacerlo en México, decidió que rodaría su película en Perú, en una remota región de los Andes del que Stern le había hablado con entusiasmo como "el último reducto virgen de la tierra". Si bien otras fuentes citan a Alejandro Jodorowsky como verdadero inspirador del cambio de escenario. "Por fin voy a rodar el film que yo quería que fuese el primero".

Los de la Universal creyeron cándidamente que la segunda película de Hopper sería algo así como una nueva versión de Easy Rider, se frotaron las manos y le proporcionaron cerca de un millón de dólares a través de su nuevo departamento de films de bajo presupuesto, organizado para exprimir talentos precoces y tratar de arañar el mercado juvenil (esa factoría del exploit encubierto con coartada arty generaría títulos de culto como Juventud Sin Esperanza de Milos Forman, Carretera Asfaltada En Dos Direcciones de Monte Hellman o Naves Misteriosas de Douglas Trumbull). Y no sólo eso. Hicieron lo impensable: le dejaron en el corazón de la selva peruana, con carta blanca y sin control alguno.

Poco antes de su marcha Hopper adelgazó considerablemente, se afeitó el bigote, se cortó su grasienta melena y organizó una gran fiesta, puesto que su cumpleaños coincidía con la puesta en marcha del proyecto: "Acababa de cumplir 33 años, una edad ciertamente simbólica. Como el protagonista de la historia, iba hacia mi crucifixión sin saberlo: estaba convencido de que nada ni nadie podría detenerme. Un gran, gran error". Hopper se despidió de sus amigos asegurándoles que iba "a incendiar el viejo Hollywood". Y vaya si lo hizo...


CHINCHERO



La Última Película
se abre como una historia de cine dentro del cine. Las interioridades de un equipo cinematográfico (ya sabes, fiestas frívolas, buenas raciones de alcohol y sexo...) embarcado la realización de un western sobre Billy el Niño en una aldea peruana. Un outsider de lujo interpretándose a si mismo -el legendario Samuel Fuller, tocado con un Stetson de la caballería estadounidense, como el temerario Robert Duvall de Apocalypse Now- es el director de esa película que acabará avivando la peligrosa imaginación de los lugareños...

El primer encontronazo serio con los ejecutivos no tardó en llegar. Originalmente el antihéroe de la historia era un cowboy maduro, a semblanza de los personajes fatigados de los westerns fronterizos de Sam Peckinpah. Hooper había escrito el guión pensando en Montgomery Clift, pero la muerte del actor trastocó sus planes, de modo que él mismo asumió el papel principal, para desespero de sus productores, quienes preveían un nuevo frente de conflicto con su temperamental estrella.

El personaje interpretado por Hopper es el de Kansas, un buscavidas especialista en caballos enamorado de María (Stella García), la bella prostituta local. Una vez finalizado el rodaje decide instalarse en Perú al tiempo que se embarca en la búsqueda de una mina de oro junto a su compatriota Neville Robey (espléndido Don Gordon). Pero, muy a su pesar, acabará convirtiéndose en el Billy El Niño real para los indígenas (sí, otra vez Billy el Niño, como en Easy Rider), pues pretenden convertirlo en el muerto auténtico de su película de ficción. Al final, no obstante, conseguirá salvarse de su insólito martirio cinematográfico. ¿O acaso todo haya sucedido sólo en su mente?

Esta es, a mi modo de ver, la idea más brillante que Hopper propone en su relato: al concluir la producción los nativos que colaboraban en ella se rebelan y emprenden la realización de su propia "película", imitando a los extranjeros con la máxima fidelidad. Se sirven de una falsa cámara de madera construida de forma rudimentaria, substituyen los potentes focos eléctricos por antorchas y usan munición auténtica en vez de cartuchos de fogueo. Y, claro, al final las peleas y los asesinatos en plena calle se convierten en reales porque ninguno de ellos entiende cómo se puede disparar sin matar... Incapaces de distinguir entre la realidad y la recreación, fabrican su propia "verdad cinematográfica", un extraño juego de espejos transformado en una experiencia arrebatada y letal.

En su intento por duplicar la realidad, los lugareños mistifican la mecánica del cine, sumiéndose en un insano culto en el que Kansas deviene víctima propiciatoria. En medio de esta vorágine desatada el sacerdote de la comunidad (Tomas Milian) se muestra desolado porque con ese ritual sacrílego su congregación suplanta la liturgia religiosa “y a mi palabra, que es la palabra de Dios. Y si uno de ellos va contra mi palabra, va contra la palabra de Dios”. Los fieles dejan de asistir a la iglesia porque prefieren la teatralidad del absurdo rodaje al ceremonial de la misa: “Ya no quieren venir a mi iglesia, ese juego les vuelve locos. La gente se mata en plena calle. Es el cine el que ha traído la violencia”.

En efecto, Kansas -al que hemos visto organizando peculiares números sexuales en el burdel local, a fin de congraciarse con los caprichosos forasteros ricos que visitan Perú- pagará por sus pecados y, en un contexto más metafórico, por los pecados de su país en el mundo, ejemplarizados simbólicamente en sus westerns, acaso el más americano de los géneros cinematográficos.

Hay que convenir en que, sobre el papel, es una historia apasionante que permite hondas ramificaciones intelectuales. Y es más que evidente que esa era la intención de su autor al concebir esta ficción profundamente alegórica. Pero algo se torció. Quien sabe, quizá el mismo embrujo de la milenaria selva peruana ejerció su magnético poder...

Para su expedición a Cuzco Hopper supo arroparse con la compañía de un puñado de colegas, sin duda para obtener cierta complicidad creativa y para encontrarse como en casa pese a estar a miles de kilómetros de distancia. El resultado es que La Última Película puede alardear al menos de contar con un deslumbrante reparto coral. Todo el mundo quería estar en la película. Aunque, naturalmente, la motivación real resulta más prosaica: “Perú era la capital mundial de la cocaína, y todos los cocainómanos de Los Ángeles querían trabajar en una película que les permitiera volver al norte con un poco de droga en las maletas”…

Uno de los primeros actores en ser reclutados fue el cantante Kris Kristofferson, que entona media docena de letanías country en el que supondría su debut cinematográfico: “Un amigo mío coincidió con Hopper en un vuelo y luego me dijo: “A Dennis le encanta Me And Bobby McGee y le gustaría escuchar más canciones tuyas, ya que va a rodar una película y querría ver si puedes componerle la música”. Así que mi editor me envió a Los Ángeles. Dennis le enseñó mis canciones a Phil Spector y finalmente me dijo: “¿Te vienes conmigo a Perú?, voy a hacer una película que se titula The Last Movie”. Y me llevó a Perú para que le compusiese la música”.

El realizador Henry Jaglom todavía recuerda aquella travesía con pavor: “El vuelo a Perú fue una de las experiencias más terroríficas de mi vida. Imagínese un avión lleno de gente estrafalaria –yo entre ellos-, todos íbamos colocadísimos, recorriendo el pasillo arriba y abajo, cantando y bailando, y el avión se balanceaba. Aquello parecía la nave de los locos. Es increíble que alguien saliera vivo de allí”.

La generosa relación de fugaces apariciones, casi testimoniales, incluye a Julia Adams (la recordada protagonista de La Mujer y El Monstruo, entre otros muchos títulos de la época dorada de la Universal; la bellísima cantante de The Mammas And The Papas Michelle Philips; la musa de Paul Morrissey Sylvia Miles y el citado Fuller. "Fuller, del que yo no tenía ni idea de que era una especie de héroe en Europa, se enfrentó bastantes veces conmigo durante el rodaje porque no tiene nada que ver, absolutamente nada, con el tipo de cine que yo hago ni con mi forma de dirigir. Yo quería como actor a Henry Hathaway, pero no estaba disponible y Fuller sí".

Según Jaglom “el reparto estaba compuesto exclusivamente por amigos de Dennis, Jim Mitchum -el hijo del gran Robert- y todos esos tíos que consumían una tremenda cantidad de drogas duras”. También se vislumbra a Peter Fonda ("Habría lamentado no haber bajado allí y participar en lo que estaba pasando. Pero aquello era realmente una locura"); los ubicuos, psicotrónicos e incombustibles Dean Stockwell, Russ Tamblyn y Rod Cameron; John Phillip Law; Michael Anderson; Donna Baccala y otros muchos nombres -hasta un total de 60- que hicieron de la película lo que el director quiso desde el principio: un juego. Sólo que Hopper no contó con el hecho de que los de la Universal no estaban dispuestos a quedarse fuera...

La visión de Hopper fue una empresa excesiva que degeneró en una locura vivida al límite que habría de indignar y enfurecer a la productora. El accidentado rodaje, dificultado por el pésimo estado de las carreteras e interrumpido constantemente por lluvias torrenciales, se desenvolvió por espacio de un par de meses en Chinchero, una aldea situada a más de 3.500 metros de altitud en los Andes peruanos. Aquello se convirtió en una odisea sólo comparable a la febril epopeya que transitó el visionario realizador alemán Werner Herzog cuando decidió internarse en la selva amazónica para rodar Fitzcarraldo.

Dennis se llevó a Perú a su hermano David, en calidad de productor asociado. Para él "aquello fue un viaje de 50 kilómetros montaña arriba, donde nunca se había rodado una película. Estaba lloviendo y la gente se negaba a hacerlo. En un momento dado los especialistas abandonaron, pero luego decidieron que seguirían a pesar de todo. Algunos de aquellos elementos iban por nosotros. Era un rodaje de ocho semanas y al menos una vez por semana uno de ellos confiscaba algo, lo que fuese. Aquello resultaba muy difícil".

Para Kristofferson los malos presagios eran más que palpables: “Para cuando llegué a Perú creo que Dennis ya se había enemistado con la iglesia católica, con la junta militar y con los comunistas, que eran quienes estaban construyendo la carretera que nos llevaría de Cuzco a Chinchero, donde se estaba rodando. Si a eso le añadimos que nos encontrábamos en lo alto de los Andes, el panorama era verdaderamente demencial. Sin embargo para mí representó una interesante iniciación cinematográfica”.

La fotografía recayó en László Kovács, el magnífico operador que ya había visualizado a la perfección el itinerario iniciático de Hopper y Fonda en Easy Rider. Kovács siguió experimentando, confiriendo a la película una asombrosa textura visual en claroscuro, visualizada a través de posiciones de cámara complicadas y sus reconocibles zooms, marca de la casa.

Mientras, a California llegaban informes preocupantes que desazonaban a los financieros. Rumores contradictorios que hablaban de un equipo fuera de control, del choque con la comunidad peruana y de "una inacabable orgía de sexo, alcohol y drogas". Y lo cierto es que, por una vez, las malas lenguas tenían razón.

Paul Lewis recuerda una de las muchas anécdotas que salpicaron su estancia: “Teníamos el estreno de Easy Rider en Lima, de manera que todo el equipo –Kristofferson, Stockwell, Fonda…- bajamos hacia allí a bordo de una compañía aérea peruana. Dennis y yo recibimos una llamada telefónica diciendo que iban a arrestar a todos los que viajaron en el avión por ofrecer hierba a las azafatas”.

El rodaje discurrió entre fiestas salvajes y el puro descontrol. Fiel al método que le había dado tan buenos resultados durante el rodaje de Easy Rider, Hopper estimuló su creatividad sometiéndose a una dieta de alcohol y estimulantes. El ejemplo cundió entre el equipo técnico y artístico, dando lugar a un exceso de barbitúricos, substancias alucinógenas y demás farmacopea. En palabras de Tamblyn "había mucha “nieve”, mucha coca, según recuerdo. Cada vez que me daba la vuelta alguien tenía una cucharilla".

Para Lewis la cosa estaba clara: el fin justificaba los medios. "Nos daba igual lo que hacíamos o lo que queríamos. Lo importante era lo que Dennis quería hacer, lo que quería crear y para nosotros la película iba antes que cualquier otra cosa". El problema es que, en opinión de Jaglom, “la película no existía más que en la mente de Dennis, de modo que al parecer nadie más sabía lo que estaba haciendo”. Según Lewis “esa película nunca fue apoyada ni comprendida. Era literalmente la cima de la locura. Recuerdo que en la rueda de prensa en Lima estábamos borrachos y un periodista preguntó a Dennis si había dejado de tomas drogas. El le contestó: “¿Debería dejarlas sólo por el hecho de estar en Perú?””.

Pero para bien o para mal, la potestad creativa de Hopper seguía siendo intocable. Finalmente y aunque salpicado por dos misteriosas muertes acaecidas en oscuras circunstancias, el turbulento rodaje concluyó dentro del plazo previsto y por debajo del presupuesto establecido.


TAOS (OUT OF THE BLUE)



La verdadera pesadilla se desencadenó a su regreso cuando, para consternación de los gerifaltes del estudio, Hopper optó por abandonar Los Ángeles y recluirse en su refugio de Taos (Nuevo México), intentando dar sentido a metros y metros de celuloide impresionado: "Volví con 48 horas de película. Todavía no había visto nada. Tenía que sentarme a montarla, a hacer una película". Kovács admite que “yo estaba convencido de que habíamos rodado una buena película, de modo que regresamos. Dennis se fue a Taos, en Nuevo México. Allí se compró una finca, un lugar precioso, donde decidimos montar el film”.

La famosa Mabel Dodge Luhan House de Taos tenía su historia y merece detenerse en ella. La Big House -hoy consignada en el registro nacional de lugares históricos- es una hermosa residencia de adobe de estilo colonial que se alza al norte del estado, entre Río Grande y la cordillera Sangre de Cristo. En el pasado había pertenecido a la visionaria Mabel Dodge, una influyente figura de las letras y de la intelectualidad norteamericanas de la década de los ’20 que halló en el desierto su paraíso particular. Allí fundó una potente colonia artística y de pensamiento. Las veintidós estancias de la residencia se convirtieron en refugio y espacio creativo frecuentado por escritores de la talla de D. H. Lawrence, Willa Cather o Mary Austin y pintores como Georgia O’Keeffe. También acogió a los fotógrafos Ansel Adams, Paul Strand y John Marin, la coreógrafa Martha Graham, el psiquiatra Carl Jung, el activista John Collier y una amplia nómina de poetas, músicos, cineastas, antropólogos, educadores, reformistas sociales y personajes inquietos.

Y Hopper siempre creyó que el espíritu creativo de aquella utopía artística había impregnado los muros de aquel ancestral lugar de poder de los indios Pueblo, lo que él consideraba su santuario: "Quería volver a Taos, deseaba hacerlo. Yo siempre digo que la montaña sagrada me había atrapado o algo así. Sentía una fuerza que me atraía hacia allí, era un sitio mágico y quería volver a sentir esa magia".

Tras aposentarse en su cuartel general, Hopper anunció su segundo matrimonio, esta vez con su actriz Michelle Phillips. El enlace resultó fugaz y altamente tormentoso: duró menos de una semana –lo que John Phillips definió a la perfección como “la Guerra de los Seis Días”- y puede interpretarse como un negro preludio de lo que estaba por llegar…

Hopper lo había dispuesto todo como si se tratara de una comuna -"era una casa con 13 dormitorios, cada uno con su acceso. Hubiera sido un magnífico burdel"-, acomodando a su hermano y un equipo de editores: "Había tres montadores con sus familias. Improvisamos salas de montaje y todo eso. En el pueblo compré un cine pequeño para utilizarlo como sala de proyección".

Uno de los montadores era David Berlatsky, para el cual la estancia no fue tan idílica. La troupe de Hopper seguía revoloteando a su alrededor, la casa era un continuo ir y venir de famosos y lograr que el anfitrión concentrara su atención en el trabajo no era tarea fácil: "Llevarle a la sala de montaje era muy difícil porque había mucha gente y todos querían liarle. En aquella época también quería reformar la casa. Había montones de indios arreglándola y siempre tenía facturas y cheques que firmar y reuniones con su hermano porque necesitaba más y más dinero". David Hopper refuerza esa idea de gran familia: "Realmente era la casa de todos. Acudía mucha gente: Allan Watts, George McGovern, Nicholas Ray, Leonard Cohen, Bob Dylan, los Everly Brothers, Ricky Nelson... Todo el mundo". Para el anfitrión “era imposible no dejarles entrar. Todos los que llegaban a Taos desde Los Ángeles querían quedarse en mi casa. Recuerdo que entraba en la cocina para coger una cerveza de la nevera o tomar el desayuno por la mañana y allí había treinta personas sentadas, veintiocho de las cuales no conocía". Como explica David, "bebíamos café irlandés, esnifábamos coca y fumábamos marihuana de buena calidad a todas horas. Trabajamos días y noches sin parar". Para Kovács, aquel anárquico desbarajuste se tradujo en un ritmo de trabajo frenético pero desorganizado: “Dennis, claro está, invitó a todos sus amigotes y a un montón de gente, por lo que aquello era una fiesta continua durante las veinticuatro horas del día, con todo lo que eso conlleva, incluso el despilfarro de dinero. Todo el mundo intervenía y daba su opinión: “Haz esto, haz lo otro…”. En resumidas cuentas, Dennis la cagó en el montaje. No permitió que nadie, que un montador profesional interviniese, que habría sido lo suyo”.

Pese a todos los esfuerzos y al rumoreado asesoramiento de Alejandro Jodorowsky –en cualquier caso no acreditado-, quedaba claro que un Hopper irreconocible y violento, enajenado por borracheras interminables, no iba a poder cumplir su compromiso con el estudio. Un directivo recuerda con desespero: “Cada vez que iba a verlo a Taos, la película duraba veinte minutos más, crecía y crecía como un tumor maligno”. Transcurridos seis meses desde el regreso del equipo, los jefes de la Universal empezaron a ponerse muy nerviosos, aunque decidieron seguir esperando. Pese a los chismes que habían circulado en los últimos meses (ríos de alcohol, orgías multitudinarias, excesos con armas, contrabando de drogas...) no había motivos para dudar que Hopper fuera realmente un genio y por tanto había que dejarle trabajar a su modo, ¿no?

El primer montaje tuvo una duración de seis horas –lo cual lo hacia absolutamente inviable para la exhibición comercial- y en opinión de Kistofferson “Dennis hacía más o menos lo que le venía en gana. Debía de llevar mucho tiempo bregando para hacer las cosas a su manera, de manera que cuando obtuvo un presupuesto desorbitado para la época no estuvo dispuesto a permitir que nadie le mangonease”.

Transcurrió otro medio año. Hopper, desbordado, no sabía como acabar su película. Respondía a los insistentes requerimientos de los productores con equívocas evasivas y a tenor de sus declaraciones a la prensa, los ejecutivos no sabían en qué demonios habían gastado su pasta, "un western conceptual, un homenaje a James Dean, un remake moderno de El Tesoro De Sierra Madre o la respuesta americana al anticine de Jean Luc Godard".

Hopper tardó dieciocho interminables meses en ordenar su creación: 108 minutos de ego-trip. “La intensa aureola de expectación que rodeaba a The Last Movie rozaba el paroxismo”. Cuando por fin llegó el ansiado día de la proyección privada, los responsables de la Universal se quedaron estupefactos pero siguieron sin aterrizar. “Teníamos una cosa llamada catástrofe, no desastre, catástrofe. Un terremoto de nivel nueve, y no podíamos hacer nada. No se podía acortar, no se le podía añadir nada. Eso que habíamos visto era la película, y no podíamos escondernos en ninguna parte”.
Easy Rider era un película jodidamente rara pero dio un montón de dinero, de modo que Hopper aun tenía crédito. Así que se decidió organizar otro test para un público más joven en el lejano campus de la universidad de Iowa (“mientras aterrizábamos Dennis tiraba sus drogas por el inodoro del avión”) con la esperanza de obtener una acogida más satisfactoria... Pero más de la mitad de ellos abandonaron la sala antes de terminar la proyección y se produjeron alguna reacciones viscerales bastante airadas... ¿Había llegado el momento de los sudores fríos?

Por lo visto en pantalla, Hopper había llevado un paso más allá el fragmentado estilo narrativo de Easy Rider, de manera que la discontinuidad temporal –incluyendo escenas voluntariamente escamoteadas- y una cámara nerviosa volvían a erigirse como figuras de estilo. Todo ello combinado con algunas improvisaciones y ciertas interpretaciones presididas por la espontaneidad y la naturalidad que lograban capturar la magia del instante.

El resultado es una película abstracta, con poco diálogo, eminentemente visual y narrativamente dislocada, que funde una feista estética de western crepuscular –esos estallidos de violencia al más puro estilo Peckinpah- con interludios existencialistas (la imagen de Kansas llorando desconsolado en la fiesta). E incluso la pertinente secuencia erótica y las formas rudimentarias de un videoclip musical embrionario que tan buen resultado habían dado en Easy Rider.

De hecho en La Última Película conviven dos discursos: el narrativo y una segunda visión que sucumbe al puro documentalismo, a la mirada de un forastero en tierra extraña, fascinado por los majestuosos parajes andinos y sus gentes.

El alucinatorio tránsito final, visualmente inconexo, deviene pura anarquía formal. Discurre como un verdadero vía crucis salpicado de flashes religiosos que envuelven a un Kansas herido, de mirada extraviada y totalmente ido, en una actuación visiblemente empañada -o potenciada, según se considere- por el consumo de alcohol y estupefacientes. La cinta toma entonces las hechuras deslavazadas, inconexas, dignas de un mal viaje desencadenado por la mescalina.

La proyección confirmó las peores sospechas de los circunspectos ejecutivos, quienes, horrorizados, le instaron a que les entregara un nuevo montaje de contornos menos esotéricos. Pretensión a la que un Hopper probablemente demasiado indulgente consigo mismo se negó en redondo. “Yo no pensaba volver a montar la cinta, que es lo que querían que hiciese. Ellos no podían hacerlo, porque yo tenía derecho a decidir el montaje final. Pero ejercerlo fue un suicidio”.

Mientras los engranajes de la industria seguían su curso, Hopper impuso que la película se exhibiera en el New York Film Festival, exigencia a la que Universal se negó tajantemente, aterrorizados ante la amenaza de un cúmulo de críticas negativas antes del estreno oficial. "El estudio -declaró entonces a la prensa- tiene miedo de que mi película sea una bomba". Los directivos estaban aturdidos. Y con razón. Sabían que aquella extravagante incoherencia no llegaría a venderse jamás. Naturalmente el intransigente Hopper no accedió a alterar el final o cualquier otro detalle de su insólito western metafísico, por lo que optaron por una salida radical: ocultar la película y tirar la llave. Una decisión contra la que su autor se rebeló sin resultado alguno.


VENECIA



No caeré en el error de sostener que La Última Película es una obra maestra, pero es preciso insistir en que se trata de una pieza maldita que debe valorarse en el contexto en que fue concebida y realizada.

Por tanto, lo más apasionante de ella es precisamente lo que no se ve. El goce creativo de que disfrutaban los cineastas de los ’70. El hecho de que fuera una de las últimas películas de Hollywood que se realizaron de un modo absolutamente libre, antes de que los presupuestos y la mercadotecnia arruinaran el arte cinematográfico convirtiéndolo en una industria despiadada.

Y lo que es peor. Su fracaso desató una transformación que perjudicó profundamente a toda una generación de cineastas: “Se notaba que se había producido un gran cambio. Ya no estaban dispuestos a correr esa clase de riesgos. Durante tres o cuatro años hubo una especie de romance que rápidamente desembocó en desencanto y cinismo. El final de los ’70 comenzó a principios de los ‘70”.

La de Hopper fue una de las últimas películas auténticas. Una aventura como las que vivieron John Ford, Samuel Fuller, Howard Hawks, John Houston o Raoul Walsh. Esto es lo más valioso. Y aun hoy, transcurridos todos estos años, Hopper continúa reivindicándola.

Revisada con la perspectiva que otorga el tiempo, La Ultima Película permite varios niveles de lectura. En primer lugar es una obvia reflexión sobre el choque de culturas y el impacto de la mitología USA. De hecho su creador la define como “una historia sobre Estados Unidos y su autodestrucción”. Como se ha apuntado, el cowboy Kansas es un símbolo del sueño americano que decide instalarse en este remoto rincón dominado por la naturaleza salvaje. Hopper se recrea en el primitivismo de sus habitantes y en numerosos apuntes etnológicos, como el folklore, el vestuario, el modo de vida, la música (las canciones de Chabuca Granda) o las ceremonias festivas y religiosas peruanas. Todo ello enfrentado a la perniciosa influencia de un naciente consumismo. María, sentada en un inodoro inoperativo plantado en medio de una choza, le dice a Kansas: “Tenemos debilidad por las cosas bonitas, gringo. Aunque no tengamos agua caliente ni electricidad nos gustan las cosas bonitas”.

Como en Easy Rider, la presencia de la muerte también planea de forma constante y obsesiva en multitud de detalles. En este sentido es para su protagonista (un Hopper con un halo de atormentado existencialismo) un viaje interior, catártico, del que saldrá liberado, como un mártir después del suplicio.

Aquí hallamos no obstante un mayor calado místico, con una iconografía envuelto en iconografía religiosa. Desde el falso rodaje transformado en una parafernalia pagana hasta ciertos guiños malintencionados (el cura espiando a Kansas mientras hace el amor con María bajo la cascada)

En suma, el film alberga jugosos apuntes colaterales: una reflexión sobre el colonialismo, la diferencia y el tratamiento del forastero, sobre la apariencia y la realidad, el poder evocador del cine, la ruptura de los valores establecidos, el impacto social de la violencia mediática en la sociedad y también un canto a la amistad y una reivindicación de la figura del perdedor.

Hopper define su obra como una experiencia vital. Se comprende teniendo en cuenta los abundantes elementos autobiográficos que contiene y el eclipse profesional al que le sumió durante años. La película también puede entenderse como una sátira feroz contra el mundo del cine contemporáneo, en la que no tuvo reparo en incluir la experiencia que le supuso el rodaje de Easy Rider.

En 1971 Hopper consigue participar en la Mostra de Venecia e, inopinadamente, se alza con el Premio de la Crítica. Hasta ese año había sido el único norteamericano galardonado, con la única excepción de Buster Keaton en 1917. Su hermano David lo recuerda así: "Bergman y Fellini formaban parte del jurado. Lo que dijo Bergman fue lo mejor. Dijo que en La Ultima Película era la primera vez que un director se responsabilizaba de la magia del mecanismo de una película".

No obstante el reconocimiento europeo no sirvió para nada. El estudio anunció que no distribuiría el film y acusó a su director de haber comprado el galardón. Todos los productores americanos se negaron a exhibir la película -excepto dos semanas en Los Ángeles y Nueva York y tres míseros días en San Francisco, cosechando críticas unánimemente negativas- con lo que la Universal acabó almacenándola en sus archivos como castigo al ingobernable Hopper. Ni siquiera le dieron una oportunidad. Simplemente no querían que se viera.

El veto vino acompañado de un ridículo y patético comunicado del estudio en el que, entre otras estupideces, se aseguraba que por miedo a un incidente internacional a causa del abuso de drogas, el gobierno americano había puesto al equipo de la película bajo la vigilancia de la C.I.A.... No deja de resultar irónico que Hopper encarnara el acta de defunción del movimiento contracultural que había contribuido a alumbrar.

Hoy Hopper siempre evoca con nostalgia su participación en la Mostra veneciana, engrandeciendo su relativa trascendencia. De hecho, fue la única batalla de la que salió victorioso en medio de una guerra que no podía ganar: "Para mí La Ultima Película fue una forma nueva de hacer cine. Fui el primer americano que ganó un premio en Venecia y a mi vuelta me encontré con que la Universal había decidido no distribuirla. La guardaron bajo siete llaves. Cuando decidieron exhumarla, en 1987, casi veinte años después, su potencial revulsivo se había esfumado y ya no interesó a nadie".

Efectivamente, después de dieciséis largos años de negociaciones, Hopper obtiene los derechos de su obra y la posibilidad de distribuirla como y donde quisiera. Cinco años antes, a finales de 1982, la película era objeto de una "resurrección" oficial en el Instituto de Artes Contemporáneas de Londres.

En 2003 es recuperada con honores por el Santa Monica Film Festival. Tras la proyección Hopper mantuvo una extensa charla con el público durante la cual manifestó el enorme influjo ejercido por Jean-Luc Godard y Jodorowsky -especialmente su película El Topo- y explicó que La Última Película siempre estuvo planeada como su debut… aunque por fortuna para su carrera Easy Rider llegó antes. Pero para disipar todas las dudas, Hopper continua sintiéndose orgulloso de su segunda realización: “Este es el film que yo quería hacer”, aseguró a la audiencia.

Para entonces La Ultima Película ya había adquirido su aura de película de culto, sin duda más por el hecho de que nadie la había visto que por sus méritos intrínsecos. Pero como había advertido su autor, el film ya había perdido definitivamente la carga subversiva que poseía cuando fue concebida.


TAOS (INTO THE BLACK)



La agria disputa con el estudio, un Hopper encolerizado regresa a Taos para zambullirse de nuevo en las drogas y la bebida.
El estrepitoso fiasco del film comportará su alejamiento de la dirección por espacio de más de una década, sumido en una profunda depresión y convertido en un maldito para la industria.
Malgastaba su tiempo cultivando dos de sus reconocidas aficiones: la pintura y la fotografía.
Incluido en la lista negra de Hollywood, durante años no recibe ninguna oferta importante, excepto un pseudowestern de James Frawley titulado Kid Blue (1973). Aquel mismo año su participación junto a John Lennon en La Montaña Sagrada, cuarta realización de Jodorowsky, también se irá al traste.

Su amigo, el realizador Henry Jaglom, le rescata como protagonista de su segunda película, Tracks (1976), en la que Hopper interpreta a un combatiente de Vietnam que regresa a California custodiando el féretro de su amigo, caído en combate. Aunque como Jaglom reconoce “la única cosa que Hollywood deseaba menos que una película sobre la guerra de Vietnam era una con Dennis Hopper en ella”.

En opinión de su hermano David "lo intentaba continuamente. Llamaba a todas horas por teléfono para conseguir un trabajo. Se fue deprimiendo más y más porque los mismos que habían ganado millones de dólares gracias a él no le daban trabajo. La estancia en Taos y el aislamiento también influyeron".
Para Paul Lewis el perjuicio psicológico fue más que evidente: "lo hiciesen abiertamente o a través de subterfugios, lo cierto es que acabó por afectar su capacidad de trabajo. En aquella época pintaba, escribía poesía, siempre estaba haciendo algo creativo. Hubiese vuelto al cine en el acto si alguien le hubiera ofrecido una película. De haber existido la posibilidad de hacer una película, él la habría hecho". Hopper admite que “a lo largo de los años he tenido muchos problemas a nivel creativo con personas que utilizaron el poder de sus cargos para impedirme trabajar durante años”.

A partir de ese momento inicia su meticuloso y demoledor proceso de autodestrucción: "Empecé a ir de un sitio a otro, esperando que las drogas fuesen mejores, el alcohol mejor, las mujeres mejores y la vida también porque todo se estaba acabando. Estaba equivocado. Me bebía veintiocho cervezas al día, me bebía dos litros de ron y otro más de propina. Y lo aguantaba. Por entonces me inyectaba tres gramos de coca. Estallé sobre un barril de dinamita... El resultado fue que me volví loco, lo extraño es que no me muriese, empecé a sufrir alucinaciones... Todo fue una pesadilla".

Aquel tránsito desquiciado quedó documentado sin tapujos en el fascinante documental The American Dreamer (1971), realizado a cuatro manos por sus amigos L. M. Kit Carson y Lawrence Schiller. En esta descarnada exploración de un ego al borde del colapso total quedan al descubierto los entresijos del caótico proceso de edición de The Last Movie, al tiempo que se desvelan los excesos de éste megalómano Orson Welles absolutamente extraviado en la sala de montaje. Un Hopper deteriorado, en ruinas, rodeado de groupies jovencitas, conjuga una dudosa filosofía política izquierdista con su derecho a poseer armas de fuego: los planos de un Hopper desquiciado –pura estética desperado- abriendo fuego con un fusil automático permanecen como la más certera visualización de una personalidad que deambula errática por el filo de la insania, flirteando con el derrumbe emocional.
Todo el que le conocía esperaba que acabara muriendo o asesinando a alguien. Y como explica David "iba a la cárcel cada dos meses, más o menos. Normalmente por algo violento o por alguna locura".

El suceso más difundido de este tétrico período se produce la madrugada del 2 de julio de 1975. La policía de Taos le arresta por posesión de marihuana, conducción temeraria y por provocar un accidente de tráfico y darse a la fuga. La colisión, de poca consideración, se traduce en una sentencia de 250 dólares de multa.

Por aquel entonces Hopper es un exilado que sólo trabajaba esporádicamente en producciones independientes facturadas en el viejo continente. La relación de sus trabajos alimenticios es fecunda: Crush Proof (1971) de François de Ménil, Las Flores Del Vicio (1974) de Silvio Narizzano, Mad Morgan (1976) de Philippe Mora, Coleur Chair (1976) de François Weyergans, Les Apprentis Sorciers (1976) de Edgardo Cozarinsky, Alta Prioridad (1977) de Claude D'Anna, King Of The Mountain (1981) de Noel Nossek (inédita) y Renacer (1981) de Bigas Luna.

Francis Ford Coppola es el único realizador norteamericano importante que le confia un papel. Y aunque quizá se arrepintió de ello, el memorable resultado fue el del extraviado fotógrafo-bufón de Apocalypse Now (1979). Una memorable creación -en buena medida fruto de la improvisación- en la que se diluyen las fronteras entre realidad e interpretación. Coppola recuerda que "a veces estaba tan drogado y tan perdido que no podía entender los pequeños trabajos que le encargábamos. Cuando se emborrachaba y tomaba esas cosas se enfrascaba en un interminable y demencial monólogo". Tras la experiencia en Filipinas, un Hopper psicológicamente exhausto, convertido en ruina mental y física y con heridas abiertas infectadas, vuela a Alemania para incorporarse al equipo de El Amigo Americano (1977) de Wim Wenders, quien recuerda a Hopper como alguien “letal, suicida”.

Su comportamiento degenera de la extraño a lo paranoico. En 1983, sumido en un estado de manía persecutoria, protagoniza un intento de suicidio y trata de hacerse volar con explosivos en un hipódromo de Houston. Salió indemne.

Meses más tarde toca fondo definitivamente durante el rodaje de una modesta producción titulado oportunamente Jungle Fever: una noche una patrulla policial halla a un borracho y cocainómano desquiciado, vagando medio desnudo en plena jungla mexicana, naufragado en una pesadilla química. La mayor parte de sus amigos creyeron que aquello era el final.
En la cárcel, privado de su menú farmacológico, el cerebro de Hopper estalla. Recogido por su novia, es trasladado e ingresado inmediatamente en el Century City de Houston, donde los médicos le desahucian: "Creemos que su cerebro esta prácticamente muerto. Tendremos que enviarle a un hospital psiquiátrico". Es entonces cuando Hopper pide a su chica que le lleve de vuelta a Taos porque pretende suicidarse.

En lugar de eso su compañera optó por meterle en un avión con destino a Los Ángeles, donde se encontraba el médico personal de Hopper, quien le prescribe un tratamiento de choque a base de Cogentin, un preparado de benzotropina empleado en el tratamiento de la enfermedad de Parkinson y para mitigar los episodios psicóticos inducidos por ciertas drogas. “¿Quiere que le hable de la locura? Me encontraron corriendo desnudo por la selva en México. En el aeropuerto de Ciudad de México decidí que me encontraba en medio de una película y me puse a caminar sobre el ala de un avión durante el despegue. Mi cuerpo y mi hígado estaban bien, pero mi cerebro se había largado”.

Y milagrosamente se recuperó. Brooke Hayward, la primera de las cuatro esposas que han transitado por su vida y la que le presentó a Peter Fonda, advirtió en una ocasión: "Sobreviviría a cualquier cosa. Creo que tiene nueve vidas, es casi sobrenatural. Debería haber muerto hace mucho tiempo".

Hoy Hopper recuerda con ironía: “Cuando todavía estaba en rehabilitación, el doctor me sugirió que abandonara Taos y volviera a la realidad. ¿La realidad?, ¿en Los Ángeles? Venice Beach es el único lugar que puedo recordar con agrado porque todos mi amigos pintores y poetas vivían allí”.

Tras un periplo por psiquiátricos y centros de rehabilitación, inicia un lento proceso de desintoxicación, impelido por una voluntad de acero, aunque los temblores se prologarían todavía por espacio de varios meses.

Incluso antes de culminar su retorno al mundo real, de esa bruma entre realidad y desvarío brotarían un par de genuinas perlas que sorprenderían a propios y extraños: su tercer trabajo como realizador, Caído Del Cielo (Out Of The Blue, 1980), que competiría por la Palma de Oro en el festival de Cannes (Hopper lo heredó cuando, siendo un proyecto problemático, reescribió el guión, lo dirigió y completó la película dentro del plazo previsto y por debajo del presupuesto asignado) y su inquietante interpretación en Terciopelo Azul (Blue Velvet, 1986) de David Lynch, dolorosamente real. Como advierte su hermano “el personaje de Frank Booth en Terciopelo Azul era Dennis en sus peores malos tiempos. Dennis entiende sus locuras. Frank es alguien a quien conoce muy bien. Ha habido muchas ocasiones a lo largo de los años en que la vida de Dennis imitaba su arte o su arte imitaba a su vida. El solía convertirse en los personajes que interpretaba. En Easy Rider no se cambió de ropa durante seis meses”. Hopper abunda en esa identificación: "La gente quería encontrar al tipo de Easy Rider, Apocalipse Now o Terciopelo Azul. No soy esos tipos. Eran solamente papeles. Pero si te tomas unas cuantas copas puedes llegar a ser Billy o Frank. Todo el mundo es feliz hasta que se convierte en un monstruo. Para mí, el alcohol era realmente destructor. Era como Jeckyl y Hyde".

Superados los claroscuros del pasado e instalado hoy en día como un ferviente defensor del credo político ultraconservador de Ronald Reagan y el clan Bush, el propio interesado propone una visión más romántica de su agonía: "Soy un creador compulsivo. He sobrevivido a esta pesadilla porque incluso en mi demencia seguía pensando que me estaban filmando"...




HOPPER SEGÚN HOPPER


"Yo sólo quiero atormentar un poco al mundo,
en la medida que el mundo me atormenta a mí
".

(Dennis Hopper, 1982)


Nací en una granja de Dodge City, en Kansas, el año 1936. Seguí la luz cambiante en el horizonte. Observé la intensa lluvia cayendo sobre los charcos. Cogí insectos por las mañanas, recogiendo hojas que ponía en un frasco de fruta de tapa enrejada. Me senté cerca de la acequia y observé las recolectoras que venían por el camino de tierra. Eran de Oklahoma. Me pregunté a donde debían ir los trenes. Disparé una escopeta contra los cuervos. Luché contra las vacas con una espada de madera. Colgué cuerdas de los árboles e hice de Tarzán. Seguí los combates de Joe Louis por la radio. Di de comer a los pollos, a los cerdos, a las vacas. Nadé en la piscina que mi madre regentaba en Dodge. Miré el sol con un telescopio que tenía y me quedé ciego durante cinco días. Cacé insectos fugaces, espectáculos fugaces, puestas de sol y seguí huellas de animales en la nieve. Tuve una cometa. Utilicé el telescopio para quemar el periódico haciéndole agujeros. El sol brillaba más que yo. Dios estaba en todas partes y yo estaba desesperado. Esnifé gasolina y vi payasos y gnomos en las nubes. Fui Errol Flynn y Abbott y Costello. Sufrí una sobredosis de gasolina y ataqué el camión de mi padre con un bate de baseball, y le rompí el parabrisas y los faros. Comí bocadillos de cebolla cruda en el Victory Garden. Mi padre marchó a la guerra. Conduje una recolectora. Sobre mi caballo de escoba anuncié a los cuervos el estallido de la guerra. Fui Guillermo Tell y Paul Revere. Hurgué en madrigueras de zorros en el campo y jugué a la guerra. Jugué al frontón, fumé cigarrillos, bebí cerveza y comí más cebollas. Mi abuelo y mi abuela Davis fueron mis mejores amigos. Caminé por los raíles de la vía férrea. Rompí cristales con un tirachinas. Pesqué siluros y carpas en el río. Me pregunté como debían ser las montañas y los rascacielos. Me los imaginé en el horizonte de Kansas. A los 13 años vi los primeros. Eran más pequeños de lo que había imaginado. Y también lo era el océano. Era igual que la línea del horizonte sobre mi campo de maíz. Me decepcionó. Tuve una ruta de reparto de periódicos. Los entregaba desde mi bicicleta. Recogí papel para vender. Vendí botellas vacías de Coca-Cola para ganar dinero. Comencé a hacer fotos a los 18 años. Y lo dejé estar a los 31. Firmé un contrato con la Warner Brothers a los 18 años. Dirigí Easy Rider a los 31. Me casé con Brooke a los 25, tuve una buena cámara y me pude permitir hacer fotos y revelarlas. Esta fue la única salida creativa que tuve en esa época hasta Easy Rider. Nunca más volví a llevar una cámara.



DENNIS HOPPER

31 de mayo de 1986, Dallas (Texas)

(Texto extraído del catálogo de la exposición
Bad Heart. Fotografías y Pinturas 1961-1963)


domingo, diciembre 26, 2004

CHRIS CUNNINGHAM, el octavo pasajero


Cabeza borradora.


Alien no es sólo aquella maldita peli que te provocó horripilantes pesadillas en las madrugadas de 1979. Tampoco merecería ser solamente recordada por la húmeda visión de Sigourney Weaver en sucinta lencería espacial.
En una dimensión más trascendente, la claustrofóbica pesadilla gótica de Ridley Scott proporcionó carta de naturaleza al desembarco de los creativos publicitarios en la industria del cine. Suplantadores con ideas frescas –no necesariamente mejores- y una nueva mirada, encargados de desarrollar una innovadora caligrafía estética que influyentes producciones posteriores como Blade Runner sólo se ocuparían de validar. Y ya nada volvió a ser lo mismo.
Ahora, dos décadas más tarde, cuando el cine parece volver a encontrarse en otro callejón sin salida, hueco de ideas, el fenómeno se repite de la mano de otro realizador británico.

Scott ya era un publicista reputado cuando decidió alternar sus miniaturas catódicas con el reto de los largometrajes. El polifacético Chris Cunningham , por su parte, ha mariposeado en el audiovisual a lo largo de una carrera más bien errática. Sin embargo las semejanzas entre ambas trayectorias –y el insidioso influjo de Alien- son tan obvias que la meteórica trayectoria de este último se antoja el resultado premeditado de un caprichoso bucle espaciotemporal.
Y es que con tan sólo 17 añitos el precoz Chris ya era uno de los miembros del equipo de escultores encargados del diseño de la criatura en Alien 3, tarea que años más tarde retomaría en Alien: Resurrección.

Como muchas de sus creaciones posteriores han revelado, nuestro hombre es un imaginativo continuador de esa tortuosa imaginería biomecánica concebida por el artista suizo Hans Rudi Giger. Una simbiosis donde las texturas orgánicas y lo artificial se funden en una entidad quizá aberrante pero gozosamente funcional.La cartografía creativa de Chris Cunningham limita alternativamente con el horror y el sexo. O ambos a la vez. Pero una panoplia en apariencia tan limitada se despliega en variadas y exuberantes formas. Como un hechizante cubo de Rubik multiforme que pulsa resortes inconfesables. “La razón por la cual el estilo de Cunningham –excluyendo los videos de Portishead y Madonna- funciona tan bien a un nivel primario es porque apelan a los adultos de la llamada generación Manga, aquellos individuos que crecieron con los comics Marvel y los juegos de rol como Warhammer 40.000. Sus vídeos tienden a poseer esos elementos de fantasía visceral, manifestados en imágenes en movimiento que previamente sólo existían en forma de animación (manga) o en las películas de Serie-B más kitsch”.

Al igual que el indestructible organismo alienígena de Giger, el opus de Chris Cunningham se desenvuelve en un proceso de mutación permanente, en búsqueda de la perfección. Y, al igual que Scott, se ha revelado como un auténtico mago de la hibridación de los géneros.
Fruto de esa evolución su gamberrismo iconoclasta se ha depurado con el paso del tiempo. Su mirada oblicua y su inventiva visual se preservan intactas, pero la agresividad y ese look feista tan perturbador parece haberse edulcorado un tanto. Un relajamiento, por otra parte, admitido por el propio interesado y desencadenado en paralelo a su abandono de las drogas y a un aumento de la confianza en sí mismo.
No es de extrañar, pues, que los más pusilánimes hayan saludado con evidente alivio esa puesta en escena de la iconografía biomecánica en términos más elegantes que es All Is Full Of Love.
En esta ilustración visual del single de Björk funde sabiamente el softcore de couché con una gelidez mecánica que remite vagamente al tecnicismo humanista del 2001 kubrickiano. “Cuando escuché la canción por primera vez escribí algunas palabras: “sexual”, “leche”, “porcelana blanca” y “cirugía””, recuerda Chris. Asociaciones libres de ideas, de inequívoca connotación, que fueron revalidadas cuando Björk llegó a su laboratorio de ideas en el Soho londinense con un libro del Kama Sutra chino por todo referente visual.

Durante varias semanas de arduo rodaje Chris recreó el ensamblaje de dos libidinosas réplicas electromecánicas de Björk en el escenario de una cámara esterilizada.
De un entorno tan aséptico surge un pasional coito high tech donde extraños fluidos lechosos rezuman entre cables eléctricos, soldaduras chisporroteantes y demás artilugios y parafernalia maquinal.
La contraposición entre la fría estética industrial, la ambigua sexualidad andrógina de los androides y la textura sensual de la voz de la islandesa prefiguran la perfecta cópula del siglo XXI, el sueño erótico de cualquier adolescente abducido por la faceta más escabrosa de la sci-fi. “Es una combinación de algunos delirios fetichistas: robótica industrial, anatomía femenina y luz fluorescente por este orden. Fue perfecto, pude jugar con las dos cosas que más me interesaban cuando era un chaval: los robots y el porno”.

Es durante la adolescencia –ese tránsito enfermizo que tan espléndidamente han dramatizado tipos como Charles Burns o Todd Solondz- cuando el obsesivo imaginario de Chris empieza a gestarse.
Con 14 años, fascinado por la anatomía y confesadamente paranoico e inseguro en lo personal, vive recluido en el interior de un garaje de Lakenheath (Suffolk) donde esculpe su galería de grotescas criaturas surgidas del rincón más oscuro de su imaginación.
Un día decide tomarse la mañana libre, se coloca su portafolios bajo el brazo y cambia el camino del instituto por el de los legendarios estudios cinematográficos Pinewood.
Allí otro visionario, el escritor y realizador Clive Barker, creador del malsano universo de Hellraiser, está rodando una película y le recluta como diseñador para su equipo de efectos especiales. Chris permanecerá en la compañía por espacio de un par de años, útiles para adquirir experiencia y alimentar su currículum.
Durante aquel período moldeará las réplicas de Mick Jagger para el programa de TV Spitting Image e ilustrará el comic-book 2000AD. A finales de 1993 se incorpora el equipo de diseñadores de la nada desdeñable versión cinematográfica de Judge Dredd y de allí, gracias a un contacto, logra penetrar en la efervescente órbita creativa de Stanley Kubrick, que por aquel entonces meditaba sobre A.I., su abortada nueva incursión en el género de la sci-fi.
¿Qué extraño suceso ocurrió en la infancia de Chris Cunningham para que moldeara de forma tan indeleble sus obsesivas visiones? La respuesta es nada. “La única cosa significativa que puedo recordar de mi infancia, aparte de “La Guerra De Las Galaxias”, es la primera vez que vi una película porno. Y la experiencia de tomar ácidos y éxtasis”.
Oficialmente la hoja de servicios de Chris Cunningham en el campo de la realización de videoclips queda inaugurada cuando, con 25 años, estampa su firma en el Second Bad Vibel de Autechre.
Sin embargo es tres años más tarde, en 1998, en el umbral de su eclosión mediatica, cuando factura una de sus piezas maestras: Come On My Selector.
Ambientado en un centro de Osaka para niños mentalmente perturbados, esta pieza para Squarepusher contrae una deuda con la estética manga codificada por el seminal Akira de Katsuhiro Otomo.
Como aquel, plantea una mixtura de humanismo y cientificismo. Un vertiginoso, impecable turmix conceptual en el cual funde en íntima armonía la banda musical, los efectos de sonido (en la mejor tradición ruidista de David Lynch) y los guiños deudores a los films de Serie-B sobre “mad doctors” de los años ‘40 y los toques de humor slapstik. Todo ello presidido por una atmósfera envolvente y distorsionada, sumergida en una luz cruda, contrastada y aséptica. Aunque de forma tangencial, Come On My Selector supone la primera incursión de su creador en los márgenes no codificados de la ficción más allá de la ciencia.

Chris confiesa admirar a muchos creadores, principalmente músicos y también a tipos como Frank Miller. Pero su principal reconocimiento es para el pope del género, George Lucas. Pero no especialmente el Lucas de la trilogía galáctica, sino el de sus primeros pasos en la década de los ‘70, como THX 1138 y American Grafitti. Ello es una muestra palpable de su confesada predilección por el cine de aquellos días, antes de la irrupción de la mercadotecnia y las películas precocinadas para audiencias juveniles con encefalograma plano. Un interés que se trasluce en la estética de muchos de sus trabajos. “Si miras los films de los ’70 y los primeros ’80 y los comparas con lo puede verse ahora, no hay color. Había una calidad en aquel entonces que no volverá a darse jamás en las películas”.

El ojo del Gran Hermano ha descubierto la rareza enquistada en Chris Cunningham con envidiable celeridad. Hoy magazines como The Face o Dazed & Confused presentan al gran público a este flacucho visionario, barbudo y de larga cabellera que flirtea con la treintena. El hipnótico malestar que suscitan sus trabajos ha colocado su nombre en las agendas telefónicas de todos los sellos discográficos y estudios del viejo continente. Agencias de publicidad como Saatchi & Saatchi se deshacen en elogios sobre el Chico Maravillas. Y Hollywood está ojo avizor.
¿En qué medida esta situación puede domesticar su genio desbordante para sojuzgarlo a las exigencias del mainstream?

Chris parece manejarse bastante bien frente a las servidumbres a las que deberá plegarse por parte de su cada vez más notable cartera de clientes. Por el momento su único –y relativo- peaje lleva por nombre Frozen, el clip que realizó para Madonna. El proyecto más complejo que ha asumido jamás y también el más convencional y el de resultados menos estimulantes.
Una vez más, lo mejor es la ambientación tormentosa y especialmente su tratamiento del color, una textura dominada por un monocromatismo azulado, nocturnal y metálico.
Chris define el rodaje en el reseco desierto californiano de Mojave como un “pesadillesco estado de sitio”, motivado por los trastornos logísticos que plantea lidiar con el enjambre de colaboradores y agentes de seguridad que envuelven a la Ambición Rubia.
Por si una sola Madonna no fuera suficiente, Chris concibió a diversas réplicas levitando sobre la nada, enfundadas en una capa azabache que cobra vida y se transmuta sucesivamente en una bandada de cuervos o en un dobermann amenazador. Cuidado con las fauces del show-bizz

Madonna ha sido la última estrella en llamar a su puerta, en un proceso que tuvo su decisivo desencadenante en el encuentro con Aphex Twin y que se materializó en el clip Come To Daddy. Indudablemente, Richard D. James y su alter ego visual se deben mucho.
En un gris y distorsionado entorno suburbial un hatajo de críos con el rostro de Richard James siembran la destrucción a su alrededor en una violenta rebelión digna del Chicho Ibañez Serrador de ¿Quién Puede Matar A Un Niño?.
Lo cierto es que Come To Daddy pulsa muchos resortes, lo cual lo convierte en una experiencia incomoda pero rica en posibles interpretaciones. El perverso terremoto infantil invoca la aparición de una repulsiva criatura de resonancias mesiánicos que emerge de la pantalla del TV, en una génesis con ecos a la omnipresente Alien.
El ritmo trepidante y los malintencionados injertos kitsch lo convierten, que duda cabe, en una de las piezas más terroríficas y turbadoras de su autor. Así lo consideró la audiencia, que catapultó a su autor a la primera división. No en vano fue una pieza facturada sin restricciones, con absoluta libertad. El provocador resultado se saldó con controversia, censura… y también un montón de premios.

Chris había recibido el encargo tras haber manufacturado varios clips a ritmo stajanovista a lo largo del último año y medio. Trabajos impersonales, en los que se limitaba a visualizar aquello que otros deseaban ver en una pantalla.
El encargo de Aphex Twin –que más tarde reveló un claro valor terapéutico- se convirtió en la última posibilidad de realizar algo personal… o abandonarlo todo definitivamente. “OK, voy a realizar un último vídeo más y voy a hacerlo a por todas, sólo por hacer algo para mí. Pensé: “Este es para mi propio entretenimiento”. Fue la lección más importante que he aprendido jamás. Ahora hago lo que quiero, esa es mi prioridad”.

La colaboración con Aphex Twin no sólo propició un renacimiento profesional de Chris, sino que llegó a obsesionarle de forma personal y contribuyó decisivamente a potenciar su caudal de inspiración. “Tomaba ácido cuando tenía veinte años, escuchando a Pixies y cosas así. Pero fue escuchar a Aphex Twin lo que realmente generó imágenes en mi mente. También empecé a leer muchísimo, cosas como Trainspotting o el Neuromancer de William Gibson. Todo aquello encajaba perfectamente, los libros, la música…”.
La fecunda entente creativa tuvo su prolongación un año más tarde con el aún más fascinante visualmente Window Licker.
Chris ha desvelado que este luminoso promo con ropaje cinematográfico –rodado en formato Panavision- es la expresión final de un largo proceso de conjunción de sonidos, música e imágenes. Como el encaje de un puzzle audiovisual que completa una misma idea final.
En su resolución y en esa cálida luz dorada que lo envuelve –la “hora bruja” que precede al ocaso- no es descabellado considerarlo como un tributo personal a una ciudad –Los Angeles- y a la (sub)cultura, los personajes y los tópicos iconográficos que ha generado a su alrededor: el cruising, el culto al cuerpo, el slang tarantiniano, la América del espectáculo y del glamour, los emblemáticos musicales de Hollywood materializados en las delirantes coreografías de Busby Berkeley y, por supuesto, un hedonismo exacerbado. Un universo al cual son abducidos los dos protagonistas negros, y con ellos el espectador.
La narración está trufada de referencias sexuales –verbales y visuales-, no por obvias menos sugerentes, aunque de nuevo subvertidas por la irrupción de ese risueño Richard James extrañamente desagradable, rodeado de aberrantes xerocopias de la neumática Pam Anderson y encarnado él mismo en una libidinosa mutación de Gene Kelly, Michael Jackson y Prince. Tres generaciones emblemáticas del mismo (mal)sueño americano.

Tras Window Licker llegó el espléndido Africa Shock para Letfield, una pieza más conceptual que sacrifica la pirotecnia visual en aras de una amarga y lúcida reflexión sobre la alienación en el entorno urbano.La cámara sigue los pasos de un sin techo de raza negra que vaga desorientado por las calles de New York mientras va perdiendo progresivamente partes de su cuerpo, ante la absoluta indiferencia de los peatones. Una espléndida visualización para una metáfora cruelmente realista.

En unas coordenadas radicalmente distintas se despliega el trip-hop de Portishead y su irreal Only You que, en opinión de su autor, es uno de los piezas que mejor le identifica pese a que se aleja de la contundencia de sus visiones más radicales: otra mágica ensoñación en la cual la delicada Beth Gibbons parece cantar bajo el agua.
Desde entonces Chris no ha hecho sino ampliar el radio de acción de sus intereses, que ahora también se extienden al mundo de la fotografía y de la moda.
Y de nuevo al cine. El de Björk podría ser el último clip de Chris por algún tiempo. Mientras cultiva su imagen de “enfant terrible”, nuestro hombre anuncia que desea tomarse un respiro porque –de nuevo siguiendo los pasos de Ridley Scott- precisa tiempo para planear su asalto a la gran pantalla.
Su acariciado proyecto es la adaptación cinematográfica de la novela Neuromancer de su admirado escritor cyberpunk William Gibson: “Quiero hacer un pequeño film esotérico. Tengo un guión que empecé a escribir cuando estaba trabajando con Stanley Kubrick. Es un modesto drama sexual a pequeña escala, con cabezas parlantes y cosas de ese tipo. Richard está realmente interesado en componer la música”.

Aterra pensar lo que Chris Cunningham puede llegar a plasmar en un formato de largometraje. Sus visiones consiguen lo que muy pocos creadores audiovisuales alcanzan: aunar lo desagradable con lo fascinante.
La estética de sus trabajos, en especial para Aphex Twin, incomodan, incluso repugnan… pero no puedes sustraerte al embrujo de esas imágenes, ni dejar de contemplarlas con una mezcla de asco y cierta… ¿delectación?
Si es cierto que mañana es hoy, Chris Cunningham ya es el realizador británico más prometedor del momento.
Como explica la hipertrofiada protagonista de su spot para la consola Play Station, todo radica en aguzar la riqueza mental.

Voy ha decirte lo que me molesta del empeño humano. Nunca me han cuestionado que yo sea humana. ¿Y tú? La Humanidad ya llegó a la Luna, pero yo no sé donde está Grimsby. Olvídate del progreso de otros. Aterriza en tu propia Luna. No importa lo que ellos consigan, ahí afuera en tu nombre, sino lo que podemos sentir aquí arriba, en nuestro propio tiempo. Se llama riqueza mental”.

GREIL MARCUS. Tras el rastro de Lost Highway


Greil Marcus, desvelador de misterios.




Tiene 54 años, pero no los aparenta. Aunque peina canas que contrastan con el negro riguroso de su elegante vestuario.
A través de unas gafas redondas de concha observa al centenar de oyentes que hay frente a él con ojillos vivaces.
Es Greil Marcus, el Peter Pan del rock. Y nos encontramos en el inmaculado auditorio-búnker subterráneo del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona.
¿Un vulgar periodista musical infiltrado en el cenáculo de la elite artístico-cultural? Bueno, no exactamente.
Hace mucho tiempo que este clarividente cincuentón nacido en Frisco dejó de ser un simple cronista rock para devenir uno de los analistas más conspicuos y lúcidos de lo que ha dado en llamarse cultura de masas. Un rastreador perspicaz de los arquetipos culturales que dormitan en el subconsciente americano.

Una ojeada a su historial arroja algunas pistas significativas: cursó estudios de pensamiento político en la universidad de Berkeley, donde aún reside; debutó como articulista a finales de los ’60 en las páginas de Creem y del legendario magazine Rolling Stone -nada que ver con su nauseabunda versión española, por cierto- y se fogueó en publicaciones como The Village Voice o Forum.
En los últimos tiempos ha colaborado con diversos y prestigiosos museos –incluido el Whitney neoyorquino- en calidad de comisario de exposiciones itinerantes sobre situacionismo y otras cuestiones al margen del discurso dominante.
Esa fundamental “historia secreta del siglo XX” bautizada Rastros De Carmín es su escaso bagaje vertido al castellano, aunque Marcus es la cabeza pensante tras más de una decena de volúmenes, pergeñados bien en solitario o en alianza con tipos tan recomendables como Lester Bangs.

Su ya extensa bibliografía alberga referencias clave de la literatura rock contemporánea como el clásico Mistery Train: Images Of America In Rock’n’Roll Music -un volumen que “redefinió los parámetros de la crítica musical”- o la compilación Dead Elvis: A Chronicle Of A Cultural Obsession.
Sus últimas entregas han sido la antología de artículos escritos a lo largo de las dos últimas décadas titulada The Dustbin Of History, el celebrado Invisible Republic: Bob Dylan’s Basement Tapes o la enésima reedición de In The Fascist Bathroom: Punk In Pop Music, 1972-1992.

Su presencia aquí no es, pues, una frivolidad. Marcus ha sido invitado por el MACBA y el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona para participar en la primera parte de un seminario titulado ¿Hacia Una Cultura Popular?, en el que también han tomado parte el escritor Manuel Vázquez Montalbán y Andreas Huyssen y Alexander García Düttmann, profesores de Literatura y Filosofía, respectivamente.
El propósito del encuentro es el de abundar en el debate sobre las llamadas “alta cultura” y “cultura popular” y la existencia de una frontera entre ambas.
A tan etérea cuestión, el iconoclasta Marcus ha respondido proponiendo a su vez una reflexión al entorno de una película, expresión popular del siglo XX donde las haya. Es decir, Marcus pretende partir de lo específico para filosofar sobre lo general.

El film elegido es Carretera Perdida (Lost Highway, ‘97), críptico título del siempre fascinante David Lynch, “la más astuta y libre de sus películas, la más de arte y ensayo, la menos temerosa de la reacción de su público”.
La elección se antoja de lo más apropiada. Lynch es un cineasta particularísimo, poseedor de una hermenéutica patógena y turbadora, que no agota su inextricable caudal de significados.
Marcus nos pone en guardia sobre la paradójica personalidad de este inquietante creador, originario de Missoula (Montana) -el estado menos poblado de los Estados Unidos y aquel con una menor influencia gubernamental-, admirador de Ronald Reagan y fervoroso creyente en los valores más rancios del “american way of life”.
Aquel ideal de la América tradicional acrisolada durante la década de los ’50 y retratada por el amable, edulcorado pincel de Norman Rockwell. La misma década que un ambiguo Lynch se ha dedicado a recrear/sabotear con encono y morbosa delectación: en la apacible apariencia del idílico pueblecito de Lumberton de Terciopelo Azul (Blue Velvet, ‘86), en el homónimo Twin Peaks, en la cazadora de piel de serpiente y la estética Rebelde Sin Causa de Corazón Salvaje (Wild At Heart, ‘90) –prolongada en el personaje interpretado por Balthazar Getty en el film que nos ocupa- o en los aspectos singulares que radiografió en la serie documental de TV Crónicas Americanas (‘90)
La palabra clave es atemporalidad: “Los ’50 siguen estando aquí –asegura-. Fue una década fantástica”.

Marcus certifica que, ciertamente, “Lynch es un personaje muy raro, duro de roer. Los temas mayores de su obra, sus obsesiones, son la inestabilidad y el desplazamiento, una forma amable de describir la mutilación. Sus personajes siempre están en el lugar equivocado en el momento equivocado”.
Nos ha convencido. Aún así, Marcus justifica su elección: “Lynch es un artista visionario, un héroe estético”. Pomposas afirmaciones del tipo “quiero hacer películas que sucedan en América, pero que lleven al espectador a lugares donde no han estado jamás” representan para Marcus la expresión inequívoca de un “verdadero pensamiento artístico”. “Lynch habla el lenguaje del arte. Sin ese aliento artístico, sus films serían comparados con Asesinos Natos”.
En opinión de Marcus, el corpus lynchiano –“sin concesiones” y trufado de “secuencias inolvidables”- representa un excelente ejemplo de la batalla por el poder en el mercado cultural. “Durante los últimos años –afirma- Lynch ha sido un modelo de activista extremista, que no ha sido engullido por Hollywood pero tampoco marginado”.

Establecidas las bases, el propósito del orador es determinar dónde empieza y donde acaba el film de Lynch. Improba tarea, máxime teniendo en cuenta la audaz estructura circular del relato, quebrado a partir de ese enigmático punto de inflexión que es la fuga psicogénica de su protagonista.
Aun así, siempre me ha fastidiado profundamente ese denodado intento por clarificar y etiquetar aquello que, sin duda, debe todo su hechizo a los difusos contornos de la sugerencia. ¿Acaso no son las explicaciones la mayor amenaza del misterio?
Lynch lo expresó de manera diáfana cuando, en una entrevista fechada en 1980, se le insistió por la trama de Cabeza Borradora (Eraserhead, ‘76): “Seguramente tenga historia, pero esa no es la cuestión. Si se pudiese contar, ¿para qué iba yo a hacer la película?
Es mejor no saber demasiado en cuanto al significado de las cosas o cómo deben ser interpretadas, o se estará demasiado asustado para permitir que ocurran
”.

Puestos a hurgar en la trastienda, opino que es el novelista y guionista Barry Gifford quien dio en el clavo al definir Carretera Perdida como una metáfora del desconcierto provocado por el tan cacareado fin de milenio: “Si Cabeza Borradora, tal como yo la entendí, era algo así como el retrato de un mundo postindustrial y hablaba de la dificultad de convivir con la vida moderna, Carretera Perdida es realmente una obra “fin de siécle”, la situación fracturada, hecha trizas de la vida a final de este siglo.
Las cosas se mueven demasiado rápido para la mayoría de los seres y se sienten perdidos, como piezas sueltas.
Gran parte de la población se pasa el día sentado mirando esa pequeña pantalla, tecleando sin parar. No interaccionan con nada. La palabra "interactivo" me parece casi un chiste porque no interaccionan con personas, todo ocurre a través de recursos electrónicos.
Carretera Perdida tiene mucho de eso, interviene mucho la tecnología”.
El propio Lynch abundó en esta idea cuando, en términos más telegráficos, apuntó que “Carretera Perdida trata sobre el presente porque, actualmente, la gente vive bajo una gran presión. Habla de esta presión”.

Marcus se pone en marcha. Se sirve del estilo percutante y eléctrico que le caracteriza y articula su disertación a través del formato del ensayo narrativo, acaso el género que mejor le define.
Nos lleva de la mano por los intrincados vericuetos argumentales de la película y sustenta buena parte de su documentada exposición en los paralelismos que establece con Detour, un añejo film noir de Serie-B, adaptación de una novela de Martin Goldsmith, que el realizador de origen austríaco Edgar G. Ulmer rodó en 1945, en tan sólo seis jornadas y con un presupuesto irrisorio (1): “Otro film cruel, austero y emocionante que, al igual que Carretera Perdida, concluye sin respuestas”.
Valorada como una pequeña gema del género negro, se trata de una obra cínica y de ambigua moralidad.
Y si hemos de creer a nuestro cicerone, Lynch y Gifford, conocían bien está historia sobre la suplantación de la personalidad y el tema del doble, la tuvieron muy presente y se sirvieron de ella como fuente de inspiración.
Marcus enumera las numerosas similitudes entre ambas producciones, “con la salvedad de que el delirio sumergido en Detour se encuentra totalmente en la superficie en Carretera Perdida”. En especial entre los personajes del pianista del Greenwich Village Al Roberts (Tom Neal) y el saxofonista Fred Madison (Bill Pullman) y el de Vera (Ann Savage) y Renee/Alice (Patricia Arquette, “un Cadillac dentro de otro Cadillac”, en una feliz definición marcusiana)
En otra entrevista Barry Gifford desvelaba que el origen de la película se encuentra en la fascinación de Lynch por un par de palabras contenidas en su novela Gente Nocturna: “David se había fijado en mi novela y había muchas cosas que le gustaban, aunque en aquel momento no quería hacer ninguna película sobre lesbianas asesinas en serie.
Pero el título
Lost Highway viene de ahí, cuando dos mujeres conducen por una carretera y una le dice a la otra: “Somos dos apaches cabalgando por la autopista perdida”.
Utilizamos alguna otra frase del libro aunque, básicamente, lo reinventamos todo”. (2)
Marcus certifica en parte este episodio, indicando que en el film “todo está enfocado hacia esa secuencia final, con Bill Pullman, prisionero de los celos y de su propia paranoia, conduciendo independientemente de quien o qué le persiga”.

Al empezar, Marcus ha prometido una charla “provocadora y con un enfoque muy distinto al de las sesiones que han escuchado hasta ahora”.
Eso quizá ha sido cierto en lo que se refiere al tema escogido, pero no tanto en cuanto a su desarrollo, demasiado constreñido por el formato del seminario y nuestra necesidad de procesar su tumultuoso caudal de razonamientos.
Marcus lanza al aire un puñado de ideas atrevidas, pero le falta tiempo o disposición para desarrollarlas más detenidamente.
Transcurrida una hora de disquisiciones, llega el momento de las preguntas del respetable donde, de forma tímida, empiezan a aflorar algunas cuestiones de enjundia.
Marcus ya ha salpimentado su charla con referencias fugaces a Lou Reed, Elvis Presley o Hank Williams y su canción El Día Que Nos Conocimos Me Perdí.
Conocedores de su debilidad, hurgamos más a fondo en el íntimo correlato que Lynch establece entre sus perturbadoras imágenes y su universo sonoro, “como si de cadenas de ADN se tratara”.
Marcus entra al trapo. “La música que Lynch utiliza desaparece en la película. En Quentin Tarantino no creo que haya nada similar. Sus bandas sonoras -como la música surf de Reservoir Dogs- es muy divertida. No sé que significa, pero me atrae. Pero no tienen el punto de integración de las de Lynch ni su forma de ver el mundo.
Lynch utiliza la música para detener la acción y la violencia. Para proporcionar al espectador –más que a los personajes- una sensación de escape, una salida del formato de la vida cotidiana
”.
Lynch, que define la música como “la llave de la inspiración”, es conocido por rodar en el plató con el volumen tan alto como sea posible o, en su defecto, por dirigir mientras escucha música a través de sus auriculares.
El actor Balthazar Getty ha comentado sobre la experiencia del rodaje que Lynch “vive envuelto en música. Suena constantemente y siempre está elegida en función del estado de ánimo de la escena”.
Marcus ilustra esta impresión con un ejemplo irrebatible: la inclusión en el score de la canción This Magic Moment de Lou Reed, que para él representa justamente eso, un “momento mágico durante el cual el tiempo se detiene”.

Marcus también destaca la ambigüedad entre sensual y angelical de las canciones de pop etéreo que Lynch y su fiel Angelo Badalamenti diseñaron para Julee Cruise en Twin Peaks (‘89). Y muy especialmente la interpretación de Isabella Rossellini de Blue Velvet, infinitamente superior a la “patética versión de Bobby Vinton”.
Y ya puestos a establecer audaces conexiones creativas, compara a Lynch con Neil Young: “Los dos empezaron con un punto de partida, un enfoque. Para Young son las escalas musicales, para Lynch la paranoia. Ambos han encontrado un tema y nunca lo han abandonado ni han luchado por obtener otros porque éste sigue ofreciéndoles una inspiración inagotable.
Martin Scorsese, por el contrario, ha perdido el punto emocional y el sentido de su propio estilo, por ello sigue repitiendo una y otra vez sus historias de
gángsters”.

La sesión culmina con una reflexión final: película a película David Lynch construye un “ningún lugar”. Toma prestado de todas partes y parece que sus hallazgos surjan de la nada.
Ese es el gran secreto murmurado por la putrefacta oreja cercenada. El gran secreto que se agita tras las cortinas rojas…
Sólo necesitábamos la mirada certera de Greil Marcus para caer en la cuenta. Como advierte en las páginas de Rastros de Carmín: “Los verdaderos misterios no pueden resolverse, pero pueden convertirse en misterios mejores”.


-----------------------------------




(1) : Edgar Ulmer (1904-1972) -que acabó sus días en la legendaria productora American International Pictures, facturando coproducciones europeas y ortopédicos subproductos del calibre de Daughter Of Dr. Jekyll (‘57), The Amazing Transparent Man (‘60) o L’Atlantide (‘61)- había colaborado con F. W. Murnau, el autor de Amanecer (‘27), que en opinión de Marcus es “probablemente la mejor película de la historia”.

(2) : Curiosamente, Gifford ha explicado que Gente Nocturna” (Plaza & Janés), o lo que es lo mismo, la primera entrega de lo que él llama “la trilogía del profundo Sur” también nació a partir de una frase, en este caso pronunciada por el realizador Sam Peckinpah: “La desesperación es el único pecado imperdonable y siempre nos pisa los talones”.
Dicha trilogía se completa con los títulos Arise And Walk (acompañando la edición española de Gente Nocturna) y Baby Cat-Face (Ediciones Destino)


RASTROS DE TINTA. BIBLIOTECA BÁSICA


. 1969: Rock And Roll Will Stand.
. 1972: Double Feature. Movies And Politics. Co escrito junto con Michael Goodwin.
. 1975: Mistery Train: Images Of America In Rock’n’Roll Music.
. 1979: Stranded: Rock And Roll For A Desert Island.
. 1987: Psychotic Reactions & Carburetor Dung. Co escrito junto con Lester Bangs.
. 1989: Lipstick Traces: A Secret History Of The Twentieth Century. La edición americana se complementa complementa con un CD del mismo título, también a cargo de Marcus.
. 1991: Dead Elvis: A Chronicle Of A Cultural Obsession.
. 1993: Ranters & Crowd Pleasers: Punk In Pop Music, 1977-1992.
. 1994: In The Fascist Bath Room: Writings On Punk, 1977-1992. Edición inglesa. Jess, A Grand Collage, 1951-1993.
. 1995: The Dustbin Of History.
. 1997: Invisible Republic: Bob Dylan’s Basement Tapes.
. 1999: In The Fascist Bath Room: Punk In Pop Music, 1977-1992.

A estos títulos hay que añadir aportaciones en volúmenes como Mid-Life Confidential, artículos para periódicos (San Francisco Chronicle), contribuciones para revistas (ArtForum, Common Knowledge, Esquire, Interview, The Threepenny Review...), e-zines on-line (Addicted To Noise, Popped, Salon, Slate...) y comentarios para ediciones discográficas (The Band, Bob Dylan...)

Por el momento, las únicas referencias de Marcus en castellano son el ensayo Rastros De Carmín: Una Historia Secreta Del Siglo XX (Anagrama,’93) y la inclusión de su artículo Blue Hawaii en el volumen recopilatorio Lo Mejor De Rolling Stone (Ediciones B, ’95)
Dicho texto apareció originalmente en el número 248 de la edición americana de la revista Rolling Stone (22 de septiembre de 1977)



THE BASEMENT TAPES

(Notas interiores de la reedición de The Basement Tapes)


Hace algunos años, The Band grabaron un tema titulado The Rumor. Es una canción que podría describir muy bien la música recogida ahora en este disco. The Basement Tapes (Las Cintas del Sótano) son un poco como la sesión fantasma de 1956, que reunió a Elvis, Carl Perkins, Jerry Lee Lewis y Johnny Cash por primera y última vez. A pesar de los discos piratas y las versiones de otros artistas, las cintas del sótano han sido más un rumor que otra cosa.

Algunos datos. Las veinticuatro canciones que aparecen en estos dos discos están extraídas de las sesiones que se celebraron entre junio y octubre de 1967, en el sótano de Big Pink, una casa alquilada por algunos miembros de The Band en West Saugerties (Nueva York). Bob Dylan es el cantante solista en dieciséis números; uno de ellos, Goin' To Acapulco, jamás ha sido pirateado; de hecho, ni siquiera habían corrido rumores sobre él. Richard Manuel, Levon Helm, Rick Danko y Robbie Robertson son los solistas en los otro ocho temas, ninguno de los cuales había salido a la superficie. Y en todos ellos hay acompañamientos vocales por parte de todos los participantes.

Respecto a la parte instrumental, encontramos lo siguiente: Rick Danko toca bajo (mandolina en Ain't No More Cane); Garth Hudson toca órgano (saxo en Orange Juice Blues (Blues For Breakfast), acordeón en Ain't No More Cane); Richard Manuel toca piano (batería en Odds And Ends, Yazoo Street Scandal, Ain't No More Cane y Don't Ya Tell Henry, armónica en Long Distance Operator); Robbie Robertson toca guitarra solista (batería en Apple Sucking Tree).

Levon Helm –que había dejado The Band cuando se llamaban The Hawks y acompañaba a Dylan en sus actuaciones de 1965- no se había reincorporado al grupo cuando se grabó la mayor parte del material de Dylan; ya había vuelto a la batería (y mandolina en Yazoo Street Scandal y Don't Ya Tell Henry, bajo en Ain't No More Cane) cuando se registraron las canciones de The Band.

Grabados en directo con un magnetofón, con un número de micros que iba de uno a tres, el sonido de todos los temas ha sido perfeccionado: han sido destacadas las partes mejores, agudizados los tonos, limpiados los ruidos de fondo de las cintas y todo lo demás. El sonido es claro, inmediato y directo; tan íntimo como un cuarto de estar y tan punzante como una cerca de alambre espinoso. Respecto a la calidad de los sentimientos de la música, nunca ha habido ninguna duda. "... con un cierto tipo de música de blues no puedes sentarte y tocarlo..., tienes que lanzarte un poco más", Bob Dylan, 1966.

En 1965 y 1966, Bob Dylan y The Hawks tocaron por todo el país y por el extranjero; aquellas giras duras empujaron la música de Dylan y The Band hasta un cierto límite y tuvieron que hacer música brutal y sin cuartel. En el verano de 1967, Dylan y The Band estaban buscando otra cosa.
Ni John Wesley Harding (hecho a finales de ese año) ni Music From Big Pink (para el cual estaban destinados todos los temas de The Band) suenan como The Basement Tapes, pero hay dos elementos que esas tres sesiones comparten: una especie de clasicismo y una dedicación absoluta de los músicos y cantantes hacia su material. Debajo de la superficie fácil y risueña de The Basement Tapes están ocurriendo algunas cosas muy serias. Lo que estaba tomando forma mientras Dylan y The Band jugueteaban con las canciones era más un estilo, un espíritu que nos refiere el gozo de la amistad y la inventiva.

Cuando escuches por vez primera la música que tocaron, te será difícil clasificarla y es posible que no tengas mucho interes en hacerlo. Lo que importa es el bajo galopante de Rick Danko en Yazoo Street Scandal, el variopinto y omnipresente órgano de Garth Hudson (que nunca a sonado más evocador que en Apple Suckling Tree), la lenta y creciente amenaza de This Wheel's On Fire, la voz de Bob Dylan, tan socarrona como la de Jerry Lee Lewis y tan experimentada como la del viejo de la montaña.

Está ese tipo de canción de amor que sólo Richard Manuel puede hacer, la irresistible Katie's Been Gone. Está la modesta pasión de la magnificente Ain't No More Cane, una vieja canción de prisioneros que debería ser una revelación para cualquiera que se haya interesado alguna vez por la música de The Band, ya que esta interpretación captura la esencia de lo que ellos han pretendido siempre ser. Está la deliciosa idea de Bessie Smith, compuesta y cantada por Robbie y Rick como el lamento de uno de los amantes de Bessie, que no sabe si se ha enamorado de la mujer en sí o de la forma en que canta. Está la mezcla de aturdimiento carnal y perplejidad patentada por Levon Helm en Don't Ya Tell Henry (oye los solos que Robbie y él se sueltan en esa canción) y la historia que cuenta en Yazoo Street Scandal, un relato cómico-horroroso donde la novia del cantante le presenta a la mujer fatal local, que le seduce rápidamente y luego le asusta terriblemente.

The Basement Tapes, más que cualquier otra música hecha por Bob Dylan y The Band, suena como la música hecha por un grupo de amigos. Cuando Dylan y The Band se responden entre sí, cuando intercambian frases y matices a lo largo de las canciones, se puede sentir el afecto y la camaradería que tan liberadoras han resultado para los seis hombres. Por ejemplo, el lenguaje está completamente libre de cadenas. Muchas de las canciones parecen tan incomprensibles o disparatadas como un crucigrama con los números equivocados, pero esto sólo ocurre si escuchas únicamente las palabras y no la forma de cantarlas y lo que dice la música. El espíritu abierto de las canciones es tan honesto como su incomparable vitalidad e ingenio.

Se pueden oír sentimientos puros y desnudos en algunas de las composiciones e interpretaciones de Dylan –especialmente en Tears Of Rage-, que no encontrarás en ningún otro sitio. Pienso que es la simpatía musical compartida por Dylan y The Band en esas sesiones lo que da a Tears Of Rage y otros números su notable profundidad y fuerza. Hay ritmos en la música que literalmente cantan los cumplidos que se pasan entre los músicos: escucha Crash On The Levee (Down In The Flood), Lo And Behold, y Ain't No More Cane. Se aprecia también un aire libertino y cachondo, tanto en la mandolina de Levon como en la forma de cantar de Dylan, un cierto espíritu que es como una sonrisa a todo lo largo de este álbum.

Más loca que lo normal, a veces realmente extravagante (escucha Million Dollar Bash, Yazoo Street Scandal, Don't Ya Tell Henry y Lo And Behold), yendo con toda facilidad del tono de confesión al del burdel, llena de humor y alegría, esta música me parece a la vez como una comprobación y un descubrimiento de afinidades musicales, de nervio, de algunos temas muy puntiagudos: hazlo o cállate, la obligación, la evasión, el regreso a casa, la admisión, el ajuste de viejas cuentas.

Suena también como una comprobación y un descubrimiento de recuerdos y raíces. The Basement Tapes es un caleidoscopio que no se parece a nada que yo conozca, algo completo y en absoluto envejecido, unos sonidos que saltan de un caleidoscopio de música americana que no es menos directa por su condición de venerable. Raspando la superficie de canciones como Lo And Behold o Million Dollar Bash aparecen las extrañas aventuras y desmadres de personas aparentemente normales que relatan canciones tan clásicas como Froggy Went A-Courtin, E-ri-e, el Fishing Blues de Henry Thomas, Cock Robin o Five Nights Drunk; el fantasma del sardónico James Alley Blues de Rabbit Brown tal vez esté detrás de Crash On The Leeve (Down In The Flood), ("A veces pienso que eres demasiado dulce para morir"-cantaba Brown en 1967- "y otras veces pienso que deberías ser enterrada viva"). The Basement Tapes recuerda las salomas de los marineros, las canciones de los borrachos, los romances cantados y el rock and roll primitivo.

Al lado de esos elementos –y frecuentemente entremezclado- hay algo muy diferente. "Obviamente, la muerte no es aceptada universalmente. Quiero decir que podrías pensar que la gente que toca música tradicional deduciría de sus canciones que el misterio es un hecho, un hecho tradicional." (Bob Dylan 1966)
Creo que uno puede escuchar lo que Dylan menciona en la música de The Basement Tapes; en canciones como Goin' To Acapulco, Tears Of Rage, Too Much Of Nothing y This Wheel's On Fire es imposible no percibirlo. Es un misterio que no tiene nada que ver con sortilegios, encantamientos o maleficios. La "aceptación de la muerte" que Dylan halló en la "música tradicional" –las viejas baladas de la música de las montañas- es simplemente la insistencia del cantante en considerar el misterio como inseparable de cualquier comprensión honesta de lo que es la vida. Es el silencioso terror de un hombre que busca la salvación y que mira a un vacío que le devuelve la mirada. Es el fatalismo imponente e impenetrable que impulsa a aquellas baladas intemporales que se grabaron por primera vez en los años veinte: canciones como East Virginia, de Buell Kazee; Coo Coo Bird, de Clarence Ashley; Country Blues, de Dock Boggs, o el I Wish I Was A Mole In The Ground, registrada por Bascom Lamar Lunsford en 1928. "Quisiera ser un topo bajo tierra. Como un topo bajo la tierra yo demolería esa montaña. Y quisiera ser un topo bajo la tierra". Lo que el cantante quiere es obvio y es casi imposible de entender en toda su amplitud. Quiere ser librado de su vida, quiere ser convertido en una criatura insignificante y despreciada; como un topo bajo la tierra, desearía no ver a nadie y no ser visto por nadie; quiere destruir el mundo y sobrevivir.

Dylan y The Band comprendieron esos sentimientos –comprendieron al vacío que devuelve la mirada- en el verano de 1967. En las canciones más poderosas y perturbadoras de The Basement Tapes introdujeron un antiquísimo sentido del misterio con una intensidad que no se había oído desde hace mucho tiempo. Puedes encontrarla en la forma de cantar de Dylan y en la letra de This Wheel's On Fire" y, desde luego, en cada nota tocada por Garth Hudson, Richard Manuel, Robbie Robertson, Levon Helm y Rick Danko.

Y es por todo esto que The Basement Tapes es una comprobación y un descubrimiento de raíces y recuerdos, ésta podría ser la razón de que "Las Cintas del Sótano" sean más subyugantes hoy que cuando fueron hechas; como el Mistery Train de Elvis Presley o el Love In Vain de Robert Johnson, es poco probable que se marchiten. El espíritu de una canción como I Wish I Was A Mole In The Ground es importante aquí no como "influencia" y ni siquiera como "fuente". Ocurre simplemente que una cara de The Basement Tapes proyecta su sombra sobre tales cosas y, a su vez, es ensombrecida por ellas.