sábado, diciembre 25, 2004

TIGRERO. Un film que nunca se hizo



A despecho de su tibio y desdibujado cambio de orientación, el Festival Internacional de Cine de Sitges siempre ha reservado espacio en sus secciones paralelas para el descubrimiento de raras gemas.
En la edición de 1995, en la sección Seven Chances (un espacio justamente ideado para que el público rescate del anonimato títulos recientes pero orillados de los canales de exhibición convencionales) se incluyó Tigrero. A Film That Was Never Made (1994), una reflexión que transita por el filo entre el documental y la ficción realizada por el finlandés Mika Kaurismäki, hermanísimo de Ari.
La proyección sólo fue degustada por un privilegiado puñado de cinéfagos e inmediatamente tan espléndido film volvió a sumergirse en el limbo.

Meses más tarde la cinta gozaba de una segunda oportunidad al ser recuperada en el marco de una retrospectiva que la Filmoteca de Catalunya dedicó al director Samuel Fuller, desaparecido en 1997.
Todo un detalle en una selección que contó con títulos básicos como The Steel Helmet, Underworld USA, Corredor Sin Retorno, Uno Rojo: División De Choque, Perro Blanco y una auténtica rareza como Shark. Tan sólo se echó en falta la inclusión de esa reflexión de cine dentro de cine que es El Estado De Las Cosas de Wim Wenders.
Todo parece indicar que Tigrero es un proyecto de largo recorrido que logrará superar todas las dificultades.

Efectivamente, een el mes de febrero de 2000 los organizadores de la segunda edición de la Muestra de Cine Y Vídeo Indígena de América, celebrada en Barcelona incluían este título en el programa, en una sesión que, al fin, abarrotó la sala de proyecciones del Centro de Cultura Contemporánea.

Ineludiblemente, la accidentada génesis que recrea el film de Kaurismäki remite a otro proyecto maldito que pocos espectadores han podido degustar: La Ultima Película, un western metafísico que el actor y director Dennis Hopper rodó en el remoto corazón de la selva peruana en 1971.
Sabedor de su predilección por los escenarios exóticos, en septiembre de 1954 el legendario productor Darryl F. Zanuck -para el que había rodado Manos Peligrosas y El Diablo De Las Aguas Turbias- envió al indómito Fuller a la selva del Mato Grosso con el encargo de localizar exteriores naturales para uno de sus proyectos, una película inspirada en Manoel, el personaje central de una novela titulada Tigrero (en el argot brasileño el cazador que captura jaguares a cambio de una recompensa)
El mismísimo John Wayne debía interpretar el personaje protagonista y Ava Gardner y Tyrone Power al matrimonio que huye de sus perseguidores a través de la selva amazónica, guiados por el “tigrero”.

Armado únicamente con una cámara de 16 mm y unos rollos de celuloide, un rifle y varias cajas de cigarros y de wodka polaco Fuller se adentró en la selva a caballo y a pie, abriéndose paso a golpes de machete.
Rememorando la novela de Joseph Conrad, remontó el río Araguaia –el Rio Das Mortes- hasta la isla de Bananal, donde halló el poblado de los indios karajá, que hasta el momento habían mantenido muy escasos contactos con el hombre blanco.
Fuller rodó en aquellos escenarios naturales una hora de metraje folclórico con danzas rituales y ritos de iniciación especialmente sangrientos.

De regreso a Estados Unidos, el material filmado tuvo efectos contrarios. Las tomas de Fuller entusiasmaron a Zanuck y a los gerifaltes de la 20th Century-Fox, así como a los actores contratados.
Pero la inclemencia de la cruel jungla amazónica –infestada de cocodrilos y pirañas- y la peligrosidad que reflejaban las imágenes de Fuller provocaron que ninguna compañía asumiera los elevados costes de asegurar el rodaje del cotizado trío de estrellas en semejante paraje. De modo que el proyecto se desestimó y las latas de celuloide durmieron en la residencia Fuller por espacio de cuarenta años.

Tan sólo un par de breves fragmentos -uno de ellos rodados en las cataratas de Iguazú- pueden ser vistos en Corredor Sin Retorno, en forma de escena onírica.

Por cortesía del propio Fuller (que había colaborado con los hermanos Kaurismäki en títulos como Helsinki-Nápoles. Todo En Una Noche y La Vida De Bohemia), el documental de Mika recupera ese material y propone un insólito regreso, cuatro décadas después, al poblado de los karajá.

Allí, acompañado por su colega y admirador Jim Jarmusch, Fuller asume gustoso el papel de cicerone con su proverbial locuacidad.
Recorre los rincones de su memoria y se reencuentra con su pasado mientras Jarmusch, enfundado en sus camisetas de Ramones y Motörhead, levanta acta de las transformaciones y el mestizaje sufrido por la comunidad a través de su cámara de vídeo, en un verdadero juego de espejos.

Donde antes sólo se extendía una tupida vegetación hasta donde alcanzaba la vista, ahora se levantan postes eléctricos, antenas de TV y humildes chozas de ladrillo.
La cultura tribal de los karajá, basada en la transmisión oral, ha sufrido sucesivos embates, enfrentada a los ataques por parte de los militares y de la guerrilla, a la creciente colonización gubernamental y al canto de sirena del dólar en forma de un casino cercano, ahora ya destruido.
Fuller se muestra descorazonado por el cambio experimentado. No en vano los karajá se han convertido en el emblema de la resistencia indígena ante el expolio que sufre la Amazonia. Una de las mujeres filmadas por Kaurismäki ilustra la portada del disco Roots Bloody Roots de los brasileños Sepultura.

En una de las secuencias más escalofriantes del film (y probablemente de toda la historia del cine), Fuller organiza una sesión nocturna en el poblado y proyecta a los nativos sus planos rodados en 1954.
La proyección depara reacciones verdaderamente emotivas, cuando los indígenas más ancianos descubren fascinados en la pantalla a sus familiares y seres queridos fallecidos, ahora devueltos a la vida como por arte de magia. Definitivamente el cine atrapa el alma.

El resto del metraje, aderezado con una sugerente banda sonora a cargo de Naná Vasconcelos y Chuck Jonkey, incorpora el testimonio del presente, los fotogramas rodados por Fuller en 1954 y las imágenes en vídeo obtenidas por Jarmusch.

Como recogía el crítico cinematográfico Carlos F. Heredero en la presentación del film en el Festival de Sitges, "el propio Kaurismäki ha sugerido algunos paralelismos curiosos. Así, cuando Fuller filmaba su documental en 1954, el cine de Hollywood vivía una profunda transformación y asistía al final de su etapa clásica. En el presente, el lenguaje del cine se enfrenta al desafío que le plantean, simultánemente, la renovación de los soportes para la creación y reproducción de imágenes y la transformación que este proceso está operando sobre los códigos audiovisuales en el universo de la comunicación. Al mismo tiempo, los indios karajá mantienen en la actualidad una lucha desigual por sobrevivir en medio de un territorio amenazado y por conservar sus raíces culturales".

Esta textura visual de formatos se estructura a lo largo de una serie de amenas conversaciones entre Fuller y Jarmusch, captadas a su vez por la errática cámara-ojo de un Kaurismäki sin afán de protagonismo. Tres generaciones distintas de cineastas, emparentados por un rabioso ideal de independencia.
Impresiones a través de las cuales el veterano outsider de Hollywood por antonomasia reflexiona con humor y lucidez sobre los temas mayores de su obra. O, lo que es lo mismo, su visión del mundo.

Infinitamente menos intrascendente de lo que en realidad aparenta, la propuesta metalingüística de Kaurismäki se transforma poco a poco en una mezcla nada pretenciosa de reflexión sobre el propio cine, revisión histórica y trabajo de campo etnográfico.
Todo redimensionado por el aura de Fuller, quien toma partido por el buen salvaje en su lucha desigual por la preservación de una cultura primitiva frente a la creciente hostilidad del entorno occidental.
Tan vitalista como siempre, Fuller gana la partida cuarenta años después. Y se erige una vez más como uno de los más grandes maestros que jamás ha dado Hollywood en el noble y preciado arte de contar historias.