sábado, diciembre 25, 2004

ROGER CORMAN. El hombre con el símbolo del dólar en los ojos


Roger Corman (Barcelona, 19 de junio de 2004)


No creo que el cine tenga tanta influencia.
Sólo espero que la gente vea mis películas
y aprenda de las cosas que hice bien
y de las que no hice tan bien,
y las hagan mejores
”.

(Roger Corman)



CARNE PARA LA MÁQUINA



En un tiempo que, en lo cinematográfico, funde a negro, a los responsables de las escuelas de cine del sur de Europa no se les ocurre nada mejor que… ¡crear un nuevo festival!
Sería posible recorrer el planeta entero a lo largo de los doce meses del año tan sólo asistiendo a los distintos certámenes que jalonan el calendario. En el cine comercial la innovación, la originalidad y la capacidad de riesgo brillan por su ausencia, pero entre tanta mediocridad los galardones, menciones honoríficas, homenajes, distinciones, tributos, galas, aplausos huecos y alfombras rojas se suceden sin cesar, a menudo para ocultar la nada más absoluta.
En este contexto aciago un centenar de nuevos realizadores, seleccionados entre escuelas cinematográficas de más de cuarenta países, se han congregado en Barcelona en la primera edición del Base Film Festival. Bien para alimentar al monstruo industrial con más dosis de productos conformistas o bien para intentar dinamitar desde dentro un sistema agonizante. Por de pronto el Ministerio español de Educación, Cultura y Deporte y la SGAE son dos de los organismos que han tenido a bien patrocinar el evento. Lo cual, ciertamente, no me hace abrigar demasiadas esperanzas respecto a la propagación de un germen mínimamente revulsivo.
Sea como fuere, estas diez jornadas -programadas todavía con comprensible modestia- sí han deparado algunas agradables sorpresas. Ojeando el programa atrapan la mirada las palabras Ruedo, luego existo. Tan filosófico epígrafe proporciona título a una master class impartida por una leyenda viva –esta vez sí- de la independencia artística y empresarial.


Mr. B-MAN


Las telarañas de una lluviosa y gris mañana de junio se esfuman cuando aparece un espigado y risueño Roger Corman (Detroit, 1926), iluminando la sala con su mejor sonrisa dentífrica, a juego con una mata de cabello entrecano y un polo blanco Lacoste. La primera constatación es que se mantiene envidiablemente en forma a sus 78 años. Tras sus grandes gafas, sus ojos vivos e inteligentes destellan con una emoción sincera cuando un auditorio eminentemente joven le recibe con un laaargo y cálido aplauso que transmite un respeto reverencial.
No deja de resultar revelador que en 2004 un prestidigitador de las finanzas del calibre de Corman sea pieza codiciada para los promotores de una plataforma orientada a la promoción de los nuevos cachorros del audiovisual. De tal elección se infiere que la doctrina rabiosamente económica resulta en este contexto tanto o más imprescindible que el estricto adiestramiento cinematográfico. Supongo que esto es lo que llaman formación integral. El mítico productor y realizador es todo un ejemplo de independencia indomable en la faceta creativa, pero aún más en lo financiero. Y a estas alturas de la película resulta sumamente ingenuo creer que la primera no depende casi exclusivamente de la segunda.
Su charla nos ilustrará de forma constante sobre esa dicotomía. La ambigua convivencia en un mismo cuerpo de las aspiraciones de un doctor Jeckyll con ínfulas autorales y un mister Hyde forzosamente atento a las limitaciones de unos presupuestos exiguos –cuando no decididamente invisibles-, a unos planes de rodaje férreos, a los recortes en partidas como el atrezzo o el vestuario y al peligro real de adentrarse en esa innombrable Zona Prohibida que son las horas extras, las llamadas “horas doradas”, que se pagan el triple. Sólo que de esa lucha desigual en la que cualquier otro sucumbiría, este octogenario se ha alzado victorioso una y otra vez. ¿Sobrevalorado? Quizá. Pero 50 años de carrera ininterrumpida, 550 títulos producidos –casi sesenta de los cuales dirigidos por él mismo-, avalan la infrecuente hazaña de alguien que debutó en la industria del cine como chico de los recados en los estudios de la 20th. Century Fox.


EXPLOTACIÓN Y REFLEXIÓN


Quedan casi cinco horas por delante en las que, entre otras cosas, descubriremos que Corman no sabe pronunciar el apellido Almodóvar, que se sigue definiendo como “un liberal” (pero ojito con cuestionarle las presuntas virtudes democráticas de su maravillosa nación) y que, en su opinión, el detonante de la masacre del instituto Columbine forma parte de la cultura humana y ha estado siempre en nuestro interior. O, en un contexto menos espinoso, que sus primeras inspiraciones fueron los realizadores más populares de su época: John Ford, Howard Hawks y Alfred Hitchcock. “También los directores expresionistas alemanes de los años ’20. Y cuando vi El Acorazado Potemkin me sorprendió no sólo la emoción contenida en ella, sino también el montaje”.
Tras una innecesaria proyección introductoria al corpus cormaniano (todos sabemos porqué estamos aquí), en su disertación no tardan en aflorar anécdotas impagables. Algunas ya las conocemos, pero con una salvedad: está vez emanan de su directo protagonista. Aunque la memoria también le jugará malas pasadas: en sus evocaciones confundirá El Terror (1963) con El Cuervo (1962) o Planeta Sangriento (1966) con Batlle Beyond The Sun (1962)
Rápidamente en la sesión emerge uno de los rasgos que considero capitales en su cine: el subtexto, la posibilidad de leer entre líneas. Buena parte de su filmografía está conectada por ciertas inquietudes, temas e incluso una técnica comunes. Es muy posible que no exista un estilo definido, ese toque de verdadero genio, pero varias de sus mejores creaciones sí albergan un matiz subterráneo, un segundo nivel de lectura que permite al espectador degustarlas con fruición como mera diversión y, a la vez, de una forma más penetrante y reflexiva. Para Corman las producciones a las que estampa su marchamo deben poseer “un tema o un tono implícito. Necesito que mi equipo se sienta motivado por una historia con entretenimiento y también con algo más profundo”. Una lección provechosa que, con posterioridad, ciertos subproductos de la factoría Troma han explotado con convicción.


(POÉ)TICA DEL HORROR


Roger Corman es sinónimo de cantidad, y no siempre de calidad. Pero nuestro homenajeado ya merecería un apéndice en la historia del cine por ese barniz intelectual con el que se ungió gracias a su exitoso ciclo de adaptaciones de las narraciones góticas de Edgard Allan Poe. Y él es perfectamente consciente de ello.
La bobina con la que ilustra su discurso tan sólo contiene un amplio extracto de los que, posiblemente, son sus trabajos más preciados: El Péndulo De la Muerte (1961) y la espléndida La Máscara De La Muerte Roja (1964). Observo su actitud ante la pantalla y me maravilla ver como, lejos de mostrarse hastiado por la enésima revisitación de estas escenas, Corman está absorto, casi intrigado. Cuando se hace la luz en el auditorio, exclama divertido: “¡No entiendo como pude hacer eso en quince días y la cantidad de energía que consumí!”.
Sé que resulta una obviedad, pero hechizado de nuevo por estas imágenes vistas una y mil veces, renuevo mi admiración por la magnética presencia de ese tremendo actor que fue Vincent Price. “Un hombre muy culto, amante de la buena cocina y poseedor de una colección de arte extraordinaria”. De hecho, creo que la calidad de la serie radica en el providencial triángulo creativo forjado por Roger Corman, el guionista Richard Matheson y un Vincent Price dotado para la composición de tipos siniestros y torturados pero matizados con un soterrado sentido del humor.
Una segunda certeza es que, pese a las draconianas limitaciones presupuestarias, estas cintas barrocas en formato panorámico exhiben una envidiable elegancia en la puesta en escena y un montón de buenas ideas referidas al tratamiento visual y a su look en general. En El Péndulo De La Muerte, por ejemplo, abundan el uso de lentes de distorsión como elemento visualmente perturbador, así como los ángulos de cámara extraños, los planos oblicuos y los virados de color como reflejo de la psicología de los personajes. Y en La Máscara De La Muerte Roja el juego cromático resulta todavía más exacerbado. “Creo mucho en el uso expresivo del color, y esta película me proporcionó una gran oportunidad en lo que se refiere a los decorados y el vestuario”.
Consciente de que se trata de historias con diálogo abundante y poca acción física, Corman elude el estatismo de los bustos parlantes alternando los puntos de vista, diseñando una coreografía con continuos movimientos de cámara y, en resumen, proporcionando fluidez visual al relato.


LA ERÓTICA DEL TERROR


La mención a El Héroe Anda Suelto (Targets, 1968), el estupendo pero poco difundido debut del hoy extraviado Peter Bogdanovich, permite que algunos asistentes inquieran sobre la piedra filosofal: la fórmula perfecta para realizar buen cine de terror. En referencia al Ciclo Poe, Corman ya ha explicado que por aquellos días “tenía constantes ideas basadas en conversaciones con psicoanalistas californianos, y adapté las ideas de Freud a los códigos cinematográficos de finales de los ‘60”.
Como digno representante de la vieja escuela, anterior a la sangrienta eclosión splatter que irrumpió en la década de los ’70, Corman siempre se ha mostrado escéptico ante lo que concibe como una absurda espiral sin fin del gore, un constante más-difícil-todavía que no conduce a ninguna parte. Más allá de una orgía de evisceraciones, su sentido del miedo se basa en el elemento psicológico y en la manipulación honesta de la audiencia. “Hay que ir construyendo un sentimiento de terror en el público, haciendo crecer un sentido del suspense, hasta llegar a una toma en que los tienes cautivos. He conseguido eso incorporando diversas teorías de aquí y allá. Creo que hay una similitud entre el sexo, lo chistes y el terror, en el sentido que los tres se basan en una progresión hacia el clímax. En una película de terror eso se consigue parcialmente con lo actores y el uso de la cámara”.
El otro gran territorio del cine de explotación es el erotismo, pero en los años ’50 y ‘60 eran arenas movedizas a menos que uno fuera Russ Meyer. Y es que la obtención de una clasificación “R” siempre ha significado veneno para la taquilla. Sin embargo este no es un aspecto baladí pues Corman, como infinidad de otros colegas, establecen un manifiesto paralelismo entre el miedo y la pulsión sexual. Para lidiar con la Junta de Clasificación, optaba por la fórmula más imaginativa de la sugerencia ambigua de la sublimación erótica: así en el clímax de El Péndulo De La Muerte modula una gama de tonalidades cromáticas que van del color azul al rojo en paralelo a la intensificación del voltaje pasional.


FLASH, BAM, POW


Más por confesado cansancio ante la repetición que por agotamiento de la fórmula, Corman clausura el Ciclo Poe con un radical cambio de rumbo. Los tiempos estaban cambiando y el cine con ellos. Avizor de los gustos del público, un Corman todoterreno se adapta a la nueva idiosincrasia. “En los movimientos contraculturales de los ’60 hice películas que se apartaban de las ideas de los estudios, como Los Ángeles Del Infierno y The Trip, que implicó a todos los actores de una forma entusiasta”.
Teniendo en cuenta que The Trip (1967) visualiza un viaje psiquedélico con LSD en el San Francisco hippie este último comentario desencadena sonrisas cómplices sobre “el grado de implicación” de unos actores que acostumbraban a llevar hasta límites insospechados su fidelidad al método de interpretación del Actor’s Studio. Corman revela chistoso que “Bruce Dern -que precisamente interpreta a un gurú del ácido- fue el único que no podía tomar drogas porque iba a ir a los Juegos Olímpicos como suplente en el equipo de larga distancia. Pero lo hizo muy bien”.
Yo fumaba marihuana de vez en cuando y sólo tomé ácido en una ocasión, porque pensaba que podía resultar peligroso. Creo que el sistema lo criminalizó para detener su consumo. La experiencia fue tan abrumadora que no vi forma humana de reproducirla en una película. De modo que recurrí a las lentes múltiples y deformantes que había empleado en las adaptaciones de Poe. También utilicé objetos en movimiento y fui uno de los primeros en filmar anuncios publicitarios de neón. Todo ello con una técnica de montaje extremadamente rápida, con algunos planos de menos de un segundo de duración. Usé una banda sonora rock y cortaba al ritmo de la música, de forma que en cierto modo anticipé los videoclips actuales. Pero todo eso imitaba de forma muy limitada el efecto de la LSD en la mente humana”.
Preludiando la revolución que propiciaría Buscando Mi Destino (Easy Rider, 1969), los films enrollados que firmó durante su época contracultural precisaban un componente esencial: una banda sonora rock. Sólo que la música no parece contarse entre sus intereses. Por ello siempre ha delegado toda la responsabilidad musical en sus compositores. Pero incluso en su ignorancia, Corman exhibe una intuición certera: “La música es muy importante, en la medida que aumenta la emoción. Cuando hice Los Ángeles Del Infierno estaban los Beatles y los Rolling Stones. El compositor de la película, Mike Curb, era músico de rock y aunque yo no sabía nada de aquello le indique: «Quiero que la música suene a Rolling Stones, no a Beatles»”.
Hijos de una época y de una estética muy focalizadas, no sabría decir si este par de títulos han soportado bien el paso del tiempo. Posiblemente no. Pese a ello perdurarán como productos a medio camino entre la psicotronía sixties –y, por lo tanto, degustables por ejércitos de cinéfagos irredentos- y el involuntario documento sociológico. “Utilizaba una técnica muy formal, muy planificada, en la que no había lugar para mucha improvisación. Eso cambió con The Trip y Los Ángeles Del Infierno, rodadas en escenarios naturales y donde la planificación era mucho más relajada. Sólo utilicé el guión como referencia, buscando más espontaneidad y un toque más contemporáneo”.


ACCIÓN-REACCIÓN


Corman siempre ha alardeado de su sexto sentido para la elección de actores. Aunque quizá todo se reduzca a alquilar el talento cuando éste todavía no se cotiza al alza. Así es como ha proporcionado oportunidades a debutantes como Jack Nicholson, Robert DeNiro, Sandra Bullock, Bruce Dern, Diane Ladd, Sally Kirkland, Peter Fonda o Talia Shire. “Creo en el trabajo con los actores antes de la película, no durante la película. Si hacemos un buen casting ya tenemos el 75% del trabajo de dirección”.
Con una rentabilidad que se sustenta en unos sistemas de producción tan flexibles como vertiginosos, muy a menudo los intérpretes –esa raza de seres envueltos en una aureola de fragilidad emocional- se erigen en cómplices imprescindibles. El tiempo es oro y Corman ha demostrado su habilidad para gastarlo con sus actores a fin de recuperar la inversión a corto plazo. Una transacción que tiene su máxima expresión en los ensayos, una óptima herramienta para anticipar posibles problemas en el plató. “Prefiero trabajar con los actores de forma indirecta, hablando de la psicología del personaje y motivándolos en los ensayos previos al rodaje. Hay que dejar que el actor cree su propia interpretación. En el set el actor debe experimentar la emoción de forma plena, de forma que su actuación resulte más natural y orgánica”.
Consciente de la presión negativa que pueden llegar a ejercer los factores ambientales, dos de los probados talentos de Corman son su deseo de proteger a los actores en una burbuja y su proverbial capacidad de reacción, el hecho de no dejarse atenazar por el pánico escénico. “Uno de los retos más interesantes es el de comunicarse bien con el plantel de actores y aislarlos de todo lo que les rodea. Otro reto es el de enfrentarse a los problemas tan rápidamente como sea posible. Es apasionante. Eso puede aterrorizar a algunos directores y conducirles a una sensación de fracaso”.
El trato diplomático de Corman con sus actores se ejemplifica en El Cuervo. “Fue muy interesante trabajar con Boris Karloff, Peter Lorre, Vincent Price o Jack Nicholson. Planteó un reto porque todos ellos tenían técnicas de interpretación distintas y el fusionar todas esas metodologías resultó muy complicado. Especialmente para Boris, que llegaba cada mañana al plató con su texto completamente memorizado y se volvía loco con las improvisaciones de Lorre, que había trabajado en el teatro de Bertold Bretch. El resultado global fue interesante. Creo que los cuatro intentaban acercarse como equipo”.


¡PLANIFICAD, MALDITOS!


Bien, a estas alturas disponíamos ya de un puñado de pistas, pero no del factor esencial. ¿Cuál es el verdadero secreto para hacer cien films en Hollywood y no perder nunca ni un centavo? Decepción. El enigma no es tal: “La norma es que no hay normas. No hay una forma única de hacer algo. Un realizador sólo puede decir: «esto me ha funcionado, o creo que es lo más adecuado». Si un artista puede sintetizar todo lo que se ha hecho antes y aportar un toque nuevo y original, eso es la aspiración de toda una vida”.
No se trata de parapetarse tras un halo de misterio. Corman siempre ha insistido en que, en esencia, todo se reduce a edificar la película sobre los cimientos que proporcionan una buena preproducción. “La única forma de rodar una película en quince días es planificar muy cuidadosamente por adelantado. Aunque nunca conseguí seguir la planificación plenamente, defiendo intensamente que se haga así. Siempre existen imposibilidades y cambios de idea. La planificación se irá modificando, pero dispondremos de una base sólida sobre la que trabajar. Esperemos que cambie para mejor, aunque algunas veces lo hace para peor”.
Sin atisbo de divismo, a nivel de pericia técnica –que no autoral-, Corman se sitúa a si mismo a mitad de camino entre la espontaneidad de Jean-Luc Godard y la meticulosidad de Alfred Hitchcock, “que planificaba demasiado”. Aunque, conciliador, concluye que “todos los estilos son válidos”.
No obstante la verdadera madre del cordero, la cuestión económica, ha asomado su feo hocico en buena parte de los comentarios de nuestro ilustre invitado. Al margen de falsas concepciones románticas, Corman tiene una visión realista del asunto: “Creo que es mejor disponer de mucho dinero y un gran presupuesto, pero sólo cuando se tiene libertad creativa. Si trabajas para una gran corporación, está impondrá sus condiciones. No van a ofrecerte cien millones de dólares sin ninguna garantía. Con los grandes presupuestos uno pierde su capacidad para experimentar. Por eso se tiene una mayor oportunidad de innovar, de crear, cuando se opera con un presupuesto reducido”.
El reciclaje es uno de los recursos que relativiza la tiranía de un presupuesto ínfimo. La Máscara De La Muerte Roja se rodó en sólo quince días y por 300.000 dólares, beneficiándose de los fastuosos decorados británicos levantados para el film Un Hombre Para la Eternidad (rodada un par de años antes por Fred Zinnemann), así como de un extenso y colorista vestuario entresacado de otras producciones de época. Y, en fin, sólo este astuto estajanovista sería capaz de transformar la mansión suiza de la meliflua Sonrisas y Lágrimas (1965) en residencia del mismísimo Al Capone en La Matanza Del Día De San Valentín (1966)
Infinitamente más extremo es el paradigma de Battle Beyond The Sun, encargada a un montador desconocido llamado Francis Ford Coppola y literalmente confeccionada a partir del metraje de efectos especiales contenido en un panfleto soviético –y risiblemente antiyanqui- adquirido a precio de saldo. Corman repetiría más tarde la operación con los remontajes para el mercado USA de los films japoneses Tidal Wave/The Submersion Of Japan (1973), a cargo de Andrew Meyer, o muy especialmente, Espada Y Sortilegio (Shogun Assassin, 1979) de Robert Houston, con resultados tan óptimos que, según opiniones autorizadas, el lifting supera al original nipón. Quentin Tarantino la invocó en ese desacomplejado cocktail referencial que es el díptico Kill Bill.


EL MONSTRUO DE TIEMPOS REMOTOS


Con la única excepción de Carnosaur (1993) –fotocopia del Parque Jurásico de Steven Spielberg que llegaría a generar dos secuelas más en 1995 y 1996- y la misteriosa adaptación de The Fantastic Four (1994), rodada pero nunca comercializada (sin duda uno de los episodios más rocambolescos de la historia del cine), Corman no comenta ninguna de sus cintas posteriores a la década de los ‘60. Significativo. Consciente de que su momento ya pasó, todos los (buenos) recuerdos y anécdotas que desempolva se remontan a lo que podría considerarse su época dorada. “Desde el punto de vista económico para los independientes todo es mucho más difícil, puesto que las majors controlan el mercado mundial. Los independientes van a tener grandes dificultades para asegurar la distribución de sus films. Ahora sólo el 10 o el 20% de mis películas tienen distribución cinematográfica, el resto va a la televisión por cable o al vídeo doméstico. Y yo prefiero que mis películas se vean primero en un cine, donde se da un vínculo emocional más directo. En televisión la ven más personas, pero se pierde ese contacto directo con el público”.
En su última etapa, tras la venta en 1983 de su mítica firma New World Pictures y la inmediata creación de una nueva compañía, Concorde-New Horizons, Corman continúa al pie del cañón, ahora concentrado en la producción de una decena de títulos anuales. Pero percibo que el personaje que tenemos delante forma ya parte del pasado de una industria. Sus consejos a las nuevas generaciones son bienintencionados y manifiestan todavía una sana independencia, pero a la par resultan genéricos, vagos e inconcretos porque este anciano representa un dinosaurio antediluviano extraviado en una jungla poblada de ejecutivos sin un ápice de memoria histórica.
Él mismo lo expresó de forma diáfana en la contundente frase con la que abre sus memorias: “Mi carrera ha sido una anomalía en Hollywood”. Esta reliquia conoció el ocaso de aquel Hollywood clásico, asumió un par de encargos para un gran estudio (entre ellos La Matanza del Día de San Valentín, en el cual le impidieron ofrecer el papel protagonista de Al Capone a otro paria molesto: Orson Welles) y durante el resto de su carrera se convirtió en un personaje incómodo que, a través de las recaudaciones millonarias de sus modestas producciones, ponía en evidencia las clamorosas contradicciones de un sistema sobredimensionado.
En el momento presente Corman muestra su confianza en el futuro tecnológico y elogia el inabarcable abanico de posibilidades que ofrece la digitalización. “Ahora los equipos técnicos son mucho mejores. Cuando empecé usábamos cámaras Mitchell de acero, muy buenas pero muy pesadas, diseñadas para trabajar en estudio pero no en exteriores. Lo mismo ocurría con los equipos de iluminación y de sonido. Estábamos limitados por el material. Desde un punto de vista técnico, todo se ha hecho más sencillo, más eficaz, más fácil”.
Aunque conviene recordar que, a menudo, toda ventaja lleva aparejada su contrapartida. “Es muy fácil enamorarse de los efectos digitales. Tanto que a menudo se apoderan de la película y no están al servicio de la narrativa. Uno debe recordar que está al servicio de una historia. En algunos directores la infografía aumenta su creatividad, pero cuando les interesa demasiado domina sobre los personajes, como en El Día De Mañana, que sin embargo me parece una buena película”.


EL ÚLTIMO HOMBRE VIVO


Roger Corman vuelve a la gran pantalla, está vez como actor, interpretando al mismísimo ex presidente de los Estados Unidos y dando la réplica a Meryl Streep como un trasunto de la senadora Hillary Clinton en el remake de El Mensajero Del Miedo. La broma privada viene propiciada por la identidad del realizador de la cinta, uno de los viejos protegidos de Corman: Jonathan Demme.
Instalado en Santa Monica con su esposa, la también productora Julie Corman, su regreso a la dirección tras aquella ya lejana Frankenstein Unbound (1990) sigue en la recámara. Aunque intuimos que ya jamás ocurrirá. “Puedo volver a la dirección si encuentro o me ofrecen el proyecto adecuado. Me gustaría”. Puestos a soñar despiertos, su proyecto más acariciado sería un remake del que considera su film preferido, El Hombre Con Rayos X En Los Ojos (1963), potenciado gracias a los efectos digitales. Corman renueva su reconocida simpatía por este clásico, desvelando que antes de convertirse en una Serie-B con trasfondo filosófico-religioso, el guión original que escribió –y que desechó- era una historia de jazz y adicción a las drogas.
Como puede constatarse, la galopante falta de imaginación del nuevo Hollywood es una plaga que se contagia... Por de pronto un par de grandes estudios se disputan sus favores para realizar otro remake, en este caso el de The Little Shop Of Horrors (1960) en clave de cine negro.
Pese a todos los inconvenientes que quieran ponérsele a Roger Corman y a su obra –su “producción” tal vez sería un término más idóneo-, hay que convenir en que este hombre pertenece a una estirpe en franco declive: la de aquellos artesanos que conocen y aman su profesión con convicción y profunda pasión. “Me encanta hacer películas. Dirigir una película por la mañana, montar otra por la noche y escribir el guión de una tercera durante la hora de comer. Un par de semanas era un período muy largo. No creo que haya hecho ninguna película de bajo presupuesto de más de tres semanas”.
El tiempo llega a su fin mientras las más variadas cuestiones se suceden sin pausa. Corman recapitula: “No seas cineasta a menos que estés dispuesto a dar tu vida por el cine”. Esta debería ser la gran enseñanza, porque cuando el último de estos tipos finalmente se extinga, también desaparecerá con él una cierta noción del cine como arte y espectáculo.