sábado, diciembre 25, 2004

Elogio de la locura. EL CINE DE TAKASHI MIIKE


Takashi san, uno de los nuestros.


Supongo que a veces las películas expresan
lo que no se expresa en la sociedad.
Japón es un sitio seguro,
pero hay algo antinatural
en la placidez de la sociedad japonesa…
y eso es lo que muestran mis películas
”.

(Takashi Miike)


En un arrebato de franqueza quizá algo desmedido Ángel Sala, director del Festival Internacional de Cinema de Catalunya de Sitges, le presenta en rueda de prensa como el mejor cineasta vivo.
A su lado el aludido Takashi Miike, aparentemente impasible, enfundado en una elegante cazadora de piel blanca y parapetado tras sus inseparables gafas de sol, exhibe la misma apariencia amenazadora que algunos de los protagonistas de sus films.
Desde que Sala asumió el mando hace tres años, el certamen se ha visto felizmente abocado a una tenaz reivindicación de las emergentes cinematografías del continente asiático en todas sus formas y con potentes focos que irradian desde Japón, China y Hong Kong, Tailandia, Taiwán o la India.
Este año, además, el festival ha agasajado a Corea del Sur como país invitado. Su peculiar visión del mundo y del más allá ha contaminado casi todas las secciones del festival, descubriéndonos una filmografía aún desconocida por el gran público y regalando algunos títulos excepcionales como Crónica De Un Asesino En Serie (Memories Of Murder, 2002) de Bong Joon-ho –el mayor éxito de taquilla del año en aquellas latitudes y premio al mejor director en el Festival de San Sebastián- o The Coast Guard (2002) del siempre turbador Kim Ki-Duk.

Tal empeño divulgativo ha tenido su culminación en esta trigésimo sexta edición, y ante la ausencia de Quentin Tarantino (atareado en la postproducción de Kill Bill. Volumen II, justamente un juguetón tributo al cine de artes marciales que irrumpió en la década de los ’70), Takashi Miike fue, a no dudarlo, el gran invitado de honor del festival.
Para refrendarlo se ha convertido en el primer realizador japonés en recibir la Máquina del Tiempo, el premio honorífico del certamen.
En una edición que no ha brillado ciertamente por su glamour, otra personalidad destacada fue la del actor y rock star Tadanobu Asano. Si bien en Japón es un auténtico ídolo que arrastra multitudes, en la apacible Sitges otoñal el ronin mercenario del Zatoichi de Takeshi Kitano no pareció suscitar tantas pasiones. Cuando menos ninguna que trascendiera...

Al margen de ruedas de prensa y encuentros con los fans, la presencia fílmica de Takashi Miike fue asimismo generosa, con proyecciones multitudinarias y entusiastas que sorprendieron muy gratamente al que es considerado con todo merecimiento como el realizador más prolífico de la cinematografía mundial.
En concreto se proyectaron cinco títulos entresacados de su producción más reciente en el tiempo: Gozu (2003) en la sección oficial Fantàstic; Graveyard Of Honor (2002) y Llamada Perdida (One Missed Call, 2002) en la sección no competitiva Orient Express y Dead Or Alive (1999) y Shangri-La (2002) en la retrospectiva consagrada al cine contemporáneo japonés.

Takashi Miike nació en Yao (Osaka) en 1960, en el corazón de uno de los barrios con peor reputación de todo el país.
Algunos de sus compañeros escolares eran hijos de yakuzas y, con el paso de los años, ellos mismos engrosaron las filas de la cofradía clandestina de los hombres de torsos tatuados.
Pese a su actividad delictiva, Miike los ha considerado siempre como ciudadanos normales “que respiran el mismo aire que yo y con idénticos problemas”.
No es extraño pues que nuestro hombre sea un personaje extremadamente respetado en los círculos del crimen organizado nipón, consideración que también comparte con Francis Ford Coppola y Martin Scorsese en relación con la mafia norteamericana.
De hecho, Miike ha seguido emplazando la acción de sus historias en aquellos ambientes de su juventud, escenarios que conoce a la perfección. Auténtico territorio comanche.
En Sitges reveló que en el rodaje de alguna de sus películas se ha visto obligado a incluir en nómina a miembros de la yakuza local para que velen por la seguridad del equipo durante el rodaje… y al tiempo les libren de la presión policial.

En el 2001 Miike forma tándem con el guionista y actor ocasional Sato Sakichi para llevar a la pantalla Ichi The Killer, la adaptación del radical manga de Yamamoto Hideo.
Convertida en un auténtico film shock, aquella salvajada fue sólo un anticipo de lo que estaba por llegar, pues la pareja reincide un par de años después con la esperada e inclasificable Gozu, envuelta ya en una aura de film de culto pese a que en Japón fue lanzada en el mercado videográfico.
Al parecer la premisa de trabajo de Miike y Sakichi en el primer tratamiento del guión fue averiguar que ocurriría si David Lynch rodase un film de yakuzas. Otra fue la de desarrollar un nuevo subgénero: la película de terror de yakuzas. No en vano su título original es Gokudo Kyofu Dai-Gekijo: Gozu, que podría traducirse por Gozu: Gran Teatro de Terror de Yakuzas.

Anunciaba como uno de los platos más apetitosos del festival, Gozu sació las expectativas, aunque con contraste de opiniones. Pese a todo obtuvo el Premio Especial del Jurado –el segundo galardón más substancioso del palmarés- y el premio a los mejores efectos visuales.
Ciertamente, quizá no es tarea fácil penetrar en el opus del realizador con la que puede considerarse su obra más iconoclasta y hermética. Gozu es una variación sumamente personal e intransferible del cine de yakuzas, pero rápidamente injertada con todo tipo de registros insospechados en el género. El resultado es un pastiche excéntrico e indescifrable, salpimentado con humor surrealista y regado con hemoglobina, abundantes litros de leche y peculiares prácticas sexuales.
La desaparición y posterior cambio de sexo de su protagonista –un incómodo yakuza aquejado de manía persecutoria y que cree reconocer máquinas de matar en inofensivos caniches- es el armazón argumental sobre el que discurre una pesquisa que deviene experiencia alucinatoria. El escenario es una ciudad de Nagoya trazada con los contornos de La Dimensión Desconocida y habitada por una fauna de personajes de lo más bizarro.
La aparición del demonio Gozu -un ser grotesco, con cuerpo humano y cabeza de vaca- pondrá a prueba la paciencia del espectador. Y, por si fuera poco, la secuencia final con el coito entre el atribulado Minami (Hideki Sone) y la réplica femenina del demente Ozaki (Sho Aikawa) se resuelve en un nauseabundo “parto” en el que algunos han querido ver cierta conexión con la imaginería de la Nueva Carne predicada por el no menos perturbador David Cronenberg.
Uno de los actores protagonistas solicitó a Miike que le orientara sobre las intenciones del guión, a lo que el realizador replicó: “No lo intentes, no lo entenderás”.
Así pues, Gozu es otra de esas perlas negras –como Lost Highway o Mulholland Drive- que no precisan ser comprendidas intelectualmente, sino absorbidas a un nivel emocional, casi como un estado de la mente.

En las antípodas se halla la extraordinaria Graveyard Of Honor, obra densa y absorbente que revela a un verdadero cineasta de raza.
La película es el remake de un clásico del cine negro que el maestro Kinji Fukasaku (desaparecido en enero del año pasado y del cual en el festival pudo verse su trabajo póstumo, la nefasta Battle Royale II - Réquiem, finalizada por su hijo Kenta) rodó en 1975, a su vez adaptación de una novela de Fujita Goro.
Con acierto Miike adapta la peripecia a los nuevos tiempos, trasladando la acción del Japón de la posguerra a un significativo período comprendido entre finales de la década de los ’80 y los primeros ’90, sumidos en plena recesión económica; con lo cual se refuerza la interacción dramática con el hosco y taciturno personaje protagonista.
La historia sigue un esquema de lo más clásico: la fulgurante ascensión y agónica caída de Rikuo (Goro Kishitani), un paranoico yakuza sumido en el infierno de la drogadicción y enfrentado tanto a sus rivales como a sus propios camaradas en el seno de la organización.
Abundante en secuencias de un lirismo terrible, Miike disecciona su implacable proceso autodestructivo con mano maestra, propiciando un tempo lento donde los largos silencios poseen más violencia y desesperanza que los disparos a quemarropa.
El resultado es un film áspero y poderoso, inusualmente comedido en lo pirotécnico, que bien puede equiparse en desasosiego a la histérica Scarface. El Precio Del Poder de Brian de Palma y al totémico díptico constituido por Uno De Los Nuestros y Casino de Martin Scorsese.

Si Graveyard Of Honor es una obra de espléndida madurez, fue sin embargo Dead Or Alive la que, tres años antes, configuraría su sello particular -si es que puede hablarse de un único estilo en un autor tan camaleónico- y aquella que más ha contribuido a darlo a conocer internacionalmente.
Anteriormente tan sólo un título de su filmografía había tenido cierta repercusión en el circuito de festivales, Fudoh: The New Generation (1996) y la malsana Audition (1999) todavía estaba por llegar.
Considerada como una pieza fundamental dentro de su filmografía -Miike la seleccionó personalmente para Sitges 2003-, Dead Or Alive es la primera entrega de una trilogía que se completaría con Dead Or Alive 2: Birds (2000) y Dead Or Alive: Final (2001), ya programadas en ediciones anteriores del festival.
Cuenta la leyenda que cuando Miike recibió el denso guión original de Dead Or Alive se percató de que la mera presentación de los personajes y el desarrollo de los primeros compases argumentales podían llegar a ocupar una hora de metraje.
¿Solución? Ideó una vertiginosa secuencia de prólogo –un verdadero torrente de imágenes impactantes, incluida una delirante esnifada de heroína que deja a Tony Montana en mantillas- en la que, a una velocidad endiablada y en tan sólo diez minutos, presenta a todos y cada uno de los protagonistas y liquida páginas y páginas de texto. Es probablemente el inicio más frenético jamás visto en una pantalla.
De esta modo Miike elimina de un plumazo los farragosos prolegómenos y puede concentrarse en lo que realmente le atrae. En su opinión el conflicto interno entre los miembros de un mismo microcosmos -como puede serlo una tríada- siempre poseerá más potencial dramático que las luchas entre clanes rivales.
Jalonada por un puñado de secuencias de impacto –la escabechina en el restaurante- y teniendo en cuenta el demoledor arranque, al final Miike no puede sustraerse a su predilección por descolocar al espectador. Así, la narración que discurría por un realismo más o menos aceptable –dentro de lo que cabe- degenera en un apoteósico colofón digno de un manga desaforado o, más bien, de un cartoon del Coyote y el Correcaminos: un épico, apocalíptico duelo final entre el yakuza Ryuichi (Riki Takeuchi) y el policía Jojima (Sho Aikawa), armados con un bazooka y una enigmática esfera de energía (¿!), que no solamente asola el país entero sino que desencadena un gigantesco tsunami que parece devastar todo el planeta tierra. ¿Alguien da más?
El hecho de que siempre termine destruyendo todo lo que hago, destruyendo mi propia narración, no es algo que elija hacer o que tenga analizado con mucha profundidad. Simplemente es algo que, por lo visto, termino haciendo de un modo inconsciente”.

La proyección de Dead Or Alive se enriqueció con el estreno absoluto del documental Electric Yakuza Go To Hell! (2003), una obra de rendida admiración facturada por el crítico francés Yves Montmayeur, también presente en Sitges.
Proyectada en una copia de trabajo, sin créditos ni sonorización definitiva, esta pieza pretende “desentrañar el misterio que se esconde tras la obra de Takashi Miike” aunque, como advirtó Montmayeur, “tratar de hacer un documental sobre Miike es como intentar perseguir al conejo de Alicia en el País de las Maravillas”.
Rudimentario en la forma pero espeso en cuanto a contenido, la espina dorsal del documental radica en una extensa y reveladora conversación a través de la cual el realizador nipón desvela algunas de las claves de su método de trabajo.
A lo largo de una hora, Miike reafirma su fascinación por el cerrado universo yakuza y el estricto acatamiento de su código de honor, su influencia genérica por los manga que leía durante su juventud o su conexión casi telepática con David Lynch, cuyo rastro es innegable en muchas imágenes de la marciana Gozu.
Paralelamente, el metraje combina fragmentos de algunos de sus films con imágenes captadas por la cámara doméstica de Montmayeur persiguiendo literalmente a Miike en su periplo promocional por Cannes y otros festivales europeos.
Las declaraciones, entre otros, del legendario director Kinji Fukasaku, Takeshi Kitano, Shinya Tsukamoto (creador de la saga Tetsuo y perteneciente, como Miike, a la llamada Generación manga) o Tadanobu Asano ponen el contrapunto.
Alejandro Jodorowsky ironiza, con sorna, sobre la más que evidente pulsión homoerótica latente en el cine de Miike. Y, ciertamente, merece consideración la obsesiva, impúdica vinculación que el director establece frecuentemente entre erotismo –y sadomasoquismo- y escatología.

En Sitges Takashi Miike admitió las dificultades que tiene para comercializar algunas de sus cintas en los mercados occidentales (también su manifiesto desagrado por el esnobismo y exclusivismo con que Gozu fue recibida en la sección Quincena de Realizadores del Festival de Cannes); en concreto aquellas que se alejan más de su estereotipo como creador destroyer.
Esta faceta más desconocida pudo descubrirse a través de la hilarante Shangri-La –adaptación de un manga de Auki Yuuji- que representa una insospechada incursión en un cine más emotivo.
Con Frank Capra en el espíritu, esta comedia agridulce –tierna y contenida, sin dosis de sexo ni violencia- desliza una crítica sobre la fractura que impera en la competitiva sociedad nipona, escenificando un divertido enredo entre desalmados y desheredados.
Miike flirtea con el melodrama social y de ribetes tragicómicos con el rostro de sus anónimos protagonistas, modernos Robin Hood enfrentados a un capitalismo salvaje y explotador.

La panorámica se completaba con One Last Call, anunciada al tiempo como el último trabajo de Miike (algo del todo improbable atendiendo su ritmo de producción estajanovista) y su primera incursión en el género de terror en un sentido estricto. Aunque es obvio que siempre ha habido en su obra elementos fantásticos y terroríficos.
Con su modestia habitual Miike la presentó sucintamente ante una numerosa audiencia rendida de antemano como “una película de terror normal, en la línea de Audition”.
El resultado es un film correcto, pero demasiado deudor argumental y estéticamente de la saga Ringu inaugurada por Hideo Nakata. Por enésima vez un ju-on (un fantasma iracundo en el folklore nipón) de larga cabellera negra regresará de ultratumba reclamando venganza y sembrando espantos sirviéndose de un elemento tan prosaico como el teléfono móvil.

Takashi Miike comenzó como asistente de dirección, entre otros, de Shohei Imamura y debutó en la realización en 1995 con Shinjuku Kuroshakai (1995). Desde entonces su filmografía supera ya la cincuentena de títulos y sigue ampliándose sin cesar.
Sólo en el 2002 dirigió nada más y nada menos que una decena de largometrajes y todavía tuvo tiempo para editar la compilación de cortometrajes Kamamoto Monogatari y realizar un par de videoclips para el cantante y actor Koji Kikkawa.
En 1998 fue el único japonés nominado por la revista norteamericana Time como uno de los diez mejores directores al margen de Hollywood, junto a nombres como los de Abbas Kiarostami o John Woo.
Tal hiperactividad se explica por el hecho de que Miike trabaja sin complejos para el floreciente mercado del video directo (conocido como v-cinema u OV [Original Video]), algo todavía no asumido en Occidente, donde se la considera una industria periférica y que no se distingue por su excesiva calidad.
Pese a ello, Miike no renuncia a ella, siempre manejando presupuestos exiguos y ajustadísimos planes de rodaje que le garanticen una mayor autonomía e independencia creativa. Baste decir que Gozu se rodó en tan sólo tres semanas.

Aunque se equivoca quien considere esta productividad desenfrenada como una virtud más allá de lo anecdótico. Lo realmente valioso es su capacidad de adaptación a toda clase de géneros, la desafiante trasgresión de sus códigos y lenguajes y su talento para introducir genuinos destellos de genialidad en todos y cada uno de sus obras.
No creo en los géneros cinematográficos. Los géneros es algo que han inventado los críticos y los distribuidores para su comodidad. Mis películas son el resultado de lo que deseo hacer en un determinado momento y del ánimo que se vive en el plató”.
Miike se reinventa en cada uno de sus trabajos, a la búsqueda obsesiva de “un estado de insatisfacción permanente” y sin duda comparte con el mítico Kinji Fukasaku lo que éste definió como “creatividad destructora”.
Hay que ver las cosas de un modo positivo. En Japón la gente no va al cine, y eso significa que puedes hacer lo que quieras. Hagas lo que hagas aquí nunca será un hit, así que, ¿porqué no llegar lejos y hacer algo realmente arriesgado?”.

Miike acostumbra a trabajar por encargo, sin preferencias de género o de formato y jamás firma el guión de sus realizaciones. Detalles significativos que, para algunos, desbaratan cualquier intento de autoría.
Miike advierte que se considera más bien un adaptador que un creador, por lo que el guión no es un texto inamovible, sino un mero instrumento de trabajo sujeto a la libre experimentación. Como él mismo admite, sus películas se forjan durante la improvisación en el rodaje, rodeado de un equipo técnico y artístico cómplice. La clave está, por encima de todo, en generar un ambiente amigable, propicio a la creación colectiva.
Mi manera de hacer cine es pensar qué es lo que me puede aportar algo que viene de un lugar diferente. Cuando me ofrecen un proyecto no pienso en por qué debo hacerlo sino en por qué no debo aceptarlo. Tengo que encontrar la razón que me lleva a rechazar una oferta que en principio es una oportunidad para mí”.

Como puede deducirse, el cine de Takashi Miike es un verdadero laberinto con múltiples corredores que interconectan salas iluminadas y rincones en penumbra.
Para adentrarse en este universo radicalmente personal con cierto conocimiento de causa -y a falta de una monografía en castellano-, puede recomendarse la lectura de una de las publicaciones oficiales del festival, el ensayo El Principio del Fin. Tendencias y Efectivos del Novísimo Cine Japonés (Paidós), un volumen colectivo en el que una decena de plumas trazan con desigual fortuna una cartografía sobre una de las cinematografías más renovadoras y estimulantes en un mundo que penaliza la disidencia creativa y que se desliza, a pasos agigantados, hacia la cloaca de la uniformidad.